El origen del castellano en Cataluña

El origen del castellano en Cataluña

Pensamiento

El origen del castellano en Cataluña

Al contrario de lo que defiende el nacionalcatalanismo, la lengua castellana no se introduce en Cataluña con Felipe V sino que en el siglo XVI ya se utilizaba ampliamente en buena parte del territorio

10 junio, 2018 00:00

El revisionismo nacionalista defiende que existió y existe un intento de genocidio de la identidad lingüística y cultural de Cataluña. Incluso en estudios recientes, como en la tesis de Elena Yeste dirigida por el ínclito Colomines, califican como falsificadores del pasado a quienes rechazan esa interpretación y, aún más, se les relaciona con las corrientes negacionistas del holocausto o de otros genocidios practicados en el siglo XX. En su delirio, este nacionalcatalanismo historiográfico considera que ese negacionismo ha arraigado en todas las organizaciones que defienden los derechos de los castellanohablantes en Cataluña y, por extensión, en todas las fuerzas políticas no nacionalistas.

¿Cuál es el primer argumento de la tesis de la imposición lingüística del castellano? Se trata de demostrar que el origen de la presencia significativa del castellano hay que retrasarlo hasta el siglo XVIII. Sería una consecuencia del decreto de Nueva Planta de 1716 de Felipe V, es decir, fue la represión política la que trajo consigo la imposición lingüística. No sucedió tal cual, puesto que los decretos afectaron a todos los territorios en tanto que fueron una reorganización del Estado en todas sus posesiones peninsulares y americanas. Y bajo esta premisa --racionalista y moderna en su época--, se impuso el castellano como una única lengua para toda la administración pública. El catalán siguió siendo la lengua exclusiva para todos los demás ámbitos, incluida la escuela hasta 1768.

Esta renovada tesis de la imposición violenta abandona aquellos factores de siglos atrás que para el catalanismo del siglo XX --con Josep Benet a la cabeza--, habían favorecido el legendario genocidio cultural. Ya no se considera que la entronización de los Trastámara a comienzos del siglo XV y la posterior ausencia de corte fue el inicio de la castellanización. Tampoco se tiene en cuenta aquella errónea interpretación de Josep M. Nadal de que fue la Inquisición la que tuvo un plan premeditado de castellanización. Asimismo, se ha abandonado aquella otra tesis que hallaba la causa de la penetración de la lengua castellana en la propia desconfianza en la capacidad literaria del catalán. El punto de partida de este revisionismo historiográfico es negar la existencia de una Cataluña bilingüe desde el siglo XVI. Lo asombroso es que nadie ha afirmado lo que esa corriente niega. Lo que admiten todos los historiadores es una presencia cada vez más extendida del castellano, sobre todo entre la aristocracia y en menor medida entre otros grupos sociales.

El problema es que no se pueden analizar los usos de las lenguas si nos referimos a Cataluña como un todo. Hubo, obviamente, diversas Cataluñas y es en esa pluralidad donde se puede constatar una presencia notable del castellano. No tenían el mismo conocimiento del castellano en el interior que en la costa, ni tampoco en el mundo rural que en las principales ciudades, era escaso o nulo entre los campesinos pero no así entre los nobles, lo conocían bastante bien los mercaderes y menos los artesanos, más los jesuitas que los párrocos, etc. La castellanización fue un fenómeno urbano, fundamentalmente barcelonés, y afectó a aquellos grupos sociales que, por razones de prestigio o de rentabilidad económica, les convino conocer la lingua regalis.

Tampoco nadie puede afirmar que durante los primeros siglos del uso del castellano en Cataluña existiera un proyecto de imposición dirigido desde la Monarquía. Es una falsedad asegurar que el castellano llegó a tierras catalanas de manera violenta, ni siquiera en 1640. Por ejemplo, Núria Sales demostró que el obispo de Urgell, Pau Duran, conocido por su defensa de la lengua catalana, fue un destacado felipista en la Guerra de Separación. Hasta se puede dudar que su defensa fuese identitaria, si no olvidamos que los obispados y demás beneficios eclesiásticos eran un apetitoso bocado para ser dejado en manos de forasteros, y si tenemos bien presente que la Iglesia tenía una dimensión empresarial, es decir, sin clientes el púlpito difícilmente podía influir en la opinión pública.

Si la castellanización no se produjo de manera uniforme ni se impuso desde el exterior, es necesario atender a factores de orden interno para explicarla. En primer lugar, la aristocracia catalana y su más cercana clientela prefirió en las primeras décadas del XVI optar por el castellano como lengua escrita y hablada, su objetivo no era otro que estrechar contactos y buscar ascensos en el sistema polisinodial de la Monarquía. En segundo término, el papel del mercado se dejó sentir en la voluntad de los escritores catalanes de conseguir, a través de la imprenta, un número mayor de lectores porque “ninguna es más entendida que la castellana”, “la más común y universal en España”, y para que “nuestras cosas sean también muy sabidas”. Desde mediados del siglo XVI, los impresos y los libreros barceloneses optaron en su mayoría por el negocio de publicar en castellano, sobre todo literatura espiritual. Lo explicó muy bien el ensayista pancatalanista Joan Fuster: el editor catalán no podía “prendre en consideració l’idioma dels seus llibres si no era des d’un càlcul honestamente crematístic”. Es decir, publicaban mucho en castellano porque eran honestos antes que defensors de la terra. Y, por supuesto, también imprimían en catalán sobre todo impresos menores (fábulas, horas, lunarios, goigs, beceroles, cobles, franselms,…).

Aunque la castellanización alcanzó a una parte de la escasa producción literaria catalana, no superó ni desplazó al catalán en la vida cotidiana, familiar o institucional. En la Cataluña de los siglos XVI y XVII lo que sí se puso en evidencia era la necesidad de conocer diversas lenguas, además del catalán y del latín. Si desde fines del siglo XIII había sido el italiano la lengua vulgar que más posibilidades abría, desde mediados del siglo XVI su lugar lo ocupó el castellano y, a lo largo del XVII irrumpió el francés. Se comprende que el impresor Pere Lacavalleria publicase en 1642 un Diccionari castellà-francès-català y que en el prólogo comentase que “no ha ningú en França, ni en Castella ni en Catalunya negociant en ditas terras, que no tinga necessitat destas tres llenguas ací descritas y declaradas: perque sia que algú mercadeje, o que ell frequente la cort, o que seguesca la guerra, o camine per viles o camps”.

La lengua no era aún un signo de identidad, eran el derecho y los privilegios. Habrá que esperar a fines del siglo XIX y principios para que se inventen el término de llengua pròpia. La asociación mecánica de los conceptos de lengua (médula) con nación (cuerpo místico común) puede considerarse, como demostró Lola Badia, una aportación incuestionable del noucentisme catalán. Pero esa es ya otra historia, aunque así siga hasta nuestros días.