El 1963, el historiador británico A. J. P. Taylor sostuvo la tesis de que una de las razones del estallido de la Primera Guerra Mundial fue determinada por la dependencia que los ejércitos tenían en los horarios ferroviarios para llevar a las tropas al frente, y la imposibilidad de revertir unas operaciones logísticas ingentes que, al ser conocidas por las otras potencias en liza, incitaban a responder con su propia movilización.
Hasta hace bien pocos días, en Cataluña se respiraba un aire de resignación ante lo que se antojaba como un inevitable choque de los gobiernos central y autonómico, como parecían augurar algunas confrontaciones parafernalias en los espacios públicos. Y sin embargo, y sin dar tiempo a digerir la aprobación de los presupuestos generales del Estado, Pedro Sánchez salió a escena como un moderno Prometeo que aspiraba a insuflar nueva vida a la política española suturando intereses contrapuestos y robándole a Rajoy el fuego que prendía sus habanos. Y para sorpresa de propios y extraños, el gambito del incombustible líder socialista prevaleció sobre el narcisismo de las pequeñas divergencias, y alcanzó el poder en loor de diversidad, desconectando la máquina que mantenía con vida a un gabinete cataléptico que se movía a base de espasmos procedimentales y cuya ambición consistía en que después de un día llegase otro. Rajoy se ha visto superado por los acontecimientos porque su Gobierno había hecho de la conservación del poder es un fin en sí mismo, creyendo que, para lograrlo, lo más práctico era mantener lo más alejada posible la funesta manía de actuar.
Ciertamente, el intrépido Sánchez corre el riesgo de descubrir súbitamente que los dioses castigan a los hombres concediéndoles lo que desean, y acabar despertándose en la Moncloa con una espada de Damocles nacionalista sobre su testa. Pero en el corto plazo, la disrupción constructiva de Sánchez ha logrado que el Parlamento acuerde una nueva correlación de poder que ha podido romper el hechizo que parecía llevarnos inexorablemente a una escalada del conflicto territorial: haciendo de la necesidad virtud, Torra asomó la cabeza fuera de la caverna platónica independentista y nombró ipso facto consellers habilitados, lo cual ha despejado el factor 155 de la ecuación y ha abierto un espacio para la distensión y la coexistencia, al desactivar el piloto automático cuyo rumbo nos llevaba a una absurda colisión.
El nuevo Gobierno no lo tendrá fácil, pero la fortuna favorece a los valientes, y el inmovilismo no es una opción. Sánchez tendrá que resistir no solo los cantos de sirena que claman por un adelanto electoral sino también tener el coraje y la inteligencia de situar a las instituciones por encima de la pugna por el usufructo del nuevo lerrouxismo que presumiblemente tensionará la política catalana en los próximos meses, y que solo puede beneficiar a quienes acechan al otro lado de la linde constitucional. Y a la vez, Sánchez habrá de tener el nervio de escudarse, con tanta firmeza como generosidad, de las presiones separatistas para que tome atajos inconstitucionales. Y para ello, Sánchez y quienes le apoyan tendrán que trascender la delegación de la responsabilidad gubernamental en los tribunales, haciendo política, pero sin tirar al bebé con el agua sucia. En definitiva, Sánchez tendrá éxito si no cae en la trampa de una política de trincheras que le van a tender, pero solo siempre y cuando demuestre su capacidad para cristalizar el diálogo forjando un acuerdo nacional de amplia base que encauce la discusión sin estridencias de las tensiones territoriales a largo plazo y que perdure sobre las contingencias electorales, haciendo partícipes de la solución al más amplio espectro político, social y económico posible.
Si Pedro Sánchez persevera en la innegable audacia política y sagacidad que ha demostrado al presentar la moción de censura, sabrá pensar estratégicamente y actuar con el sentido de Estado que necesitamos para vencer al fatalismo y dejar atrás, de una vez por todas, este periodo gris de nuestra historia.