Ha pasado lamentablemente desapercibida, ha sido de inmediato arrojada a la papelera del olvido, la carta que el flamante presidente de la Generalitat, Quim Torra, alias el Razaelegida, le envió el pasado 25 de mayo a don Mariano Rajoy, que era presidente del Gobierno. Estaba escrita en papel de buen gramaje, con membrete oficial, escudo de la institución con las cuatro barras rojas arriba, abajo la firma en tinta azul, y entre membrete y rúbrica un texto no especialmente cordial ni simpático pero donde por lo menos no le llamaba “bestia” ni “ser inferior”. Era un progreso, teniendo en cuenta precedentes redacciones atorrantes.
No dio tiempo a prestar atención a esa carta. Lástima. Los acontecimientos pasan tan rápidos como por el cielo los cometas y apenas dan tiempo a considerarlos, a descodificarlos, a deconstruirlos.
No recuerdo que Puigdemont se cartease con Rajoy, pero sí lo hizo Artur Mas, que le dio al acontecimiento de enviar una carta una publicidad fastuosa. Igual que ahora, antes de ser introducida en un sobre, y una vez adherido el sello preceptivo, introducida por la ranura del buzón más cercano al Palau de la Generalitat, que se halla en la acera frente al número 2 de la calle Jaume I, la carta fue exhibida y profusamente fotografiada para subrayar su solemne existencia.
En la suya, Torra le exigía a Rajoy que procediese a determinadas iniciativas “inmediatamente y sin más dilaciones”, en un tono imperioso, displicente, que al destinatario le sirvió para no tomarse la molestia de responder.
¿Pero por qué los presidentes de la Generalitat tienen esa manía de enviar cartas a Rajoy, habiendo como hay medios de comunicación más modernos y más directos, como los teléfonos, los whatsapps, los parlamentos? Las cartas hoy día son un anacronismo.
Algunas --como las que Herzog, el personaje de Below, le enviaba al Papa, al presidente de Estados Unidos, a Dios-- no pretenden ni siquiera que el destinatario las lea. Pero exhibidas públicamente antes de echarlas al buzón sirven como una forma de dar liturgia y solemnidad intimidatoria a la existencia física de la misma carta, como un ultimátum improbable. Es lo que se llama “un brindis al sol”. En este caso encarnaba la posibilidad, en ausencia de hechos o de movimientos realmente relevantes, de un acontecimiento significativo, influyente sobre la praxis.
Una carta así sirve, además, como elemento documental potencialmente museizable. Según cómo se sucedan los acontecimientos, la carta de Torra a Rajoy hubiera podido exponerse junto a la de Mas en el Museo de Historia de Cataluña, a lado y lado de la estilográfica Inoxcrom con la que éste firmó la convocatoria del referéndum de autodeterminación el 27 de septiembre de 2014. El guía del museo podría explicar esa panoplia a los alumnos de las escuelas que por allí desfilan como hitos en la lucha de gestos entre el Estado opresor, brutalmente turco, y el pueblo de Cataluña, inocente y superior. Pero en el ínterin Inoxcrom ha dejado de existir, Torra ha constituido un gobierno regional dentro de la legalidad, sin presos ni fugitivos, la carta ha sido arrugada y arrojada a la papelera, y Rajoy ya ni siquiera es presidente del Gobierno. Así que, aunque tuviera deseos de responder, aprovechando que ahora dispone de más tiempo libre, ya lo que pudiera decir no le importa a nadie. El tema ha quedado desfasado.
Ayer, lunes 4 de junio, Torra, el de la raza superior, después de visitar a sus colegas cautivos en Estremera, explicó que ha “intercambiado mensajes” con el nuevo presidente del Gobierno, Pedro Sánchez, con quien ha quedado para verse “lo más urgente posible”, ya que vivimos “momentos muy excepcionales en este país”.
¿Tanto como “excepcionales”? Es posible. Pero aún así, ¿para qué declaraciones, para qué mensajes secretos y reuniones urgentes, pudiendo enviar otra carta? E incluso establecer una correspondencia fluida y sustanciosa.