Ha sido un duelo tan imprevisto como agrio, lleno de medias verdades que, como sabemos desde la antigüedad, son las peores de las mentiras. La investidura fragmentaria de Pedro Sánchez como presidente de Gobierno, consumada gracias a un Rajoy que se resistía a irse, como si no estuviera escrito en el cielo que sería reprobado por el arco parlamentario tras no querer asumir la verdad sucia de los papeles de Bárcenas --“Luis, sé fuerte”--, no solventa ninguno de los grandes problemas a los que se enfrenta la política española. Aún así, hay quien habla de un nuevo tiempo, aunque ciertos indicios señalan que estamos básicamente ante un simple cambio de rostros que, en el fondo, deja casi todo igual, empezando por los presupuestos. Para algunos el triunfo de la moción de censura supone el sueño de ver caer al abúlico líder de la derecha de casino, como si en el modelo de la Restauración decimonónica que es la Santa Transición no estuviera ya previsto de antemano la alternancia en favor del correspondiente partido gemelo.
Es justo lo que ha sucedido, aunque sea de forma tan anómala como justificada tras la primera sentencia --vendrán más y serán terribles-- del caso Gürtel. La paradoja es que los socialistas gobernarán --ya veremos cómo-- con las mismas cuentas que consolidan el trato diferencial entre las autonomías que gozan de influencia en Madrid --como ocurre en el caso de Euskadi-- y aquellas otras controladas los dos grandes partidos, aunque sea bajo el formato del virreinato. Nada, salvo las caras, va ser distinto. Al menos, a corto plazo. Sánchez pretende consolidarse desde el poder antes de dejar que hablen las urnas, captando un protagonismo que tiene muchas más lecturas internas que externas. Que los socialistas justificaran la moción de censura, un instrumento perfectamente constitucional, amparándose en un mandato ético resulta grotesco. Sobre todo haciéndolo a través de la figura de Carmen Calvo, consejera durante ocho años en los gobiernos de Manuel Chaves en Andalucía, los tres últimos coincidentes con la aplicación sistemática del sistema fraudulento de los ERE.
El argumento regeneracionista, sencillamente, no se tiene en pie. Ni en el caso del PSOE ni tampoco en lo que respecta a los nacionalistas catalanes, célebres por la secular costumbre fenicia del 3%. Anulada la mayor, emerge la verdad argumental de la trama: el ascenso de Sánchez no tiene otra lógica que consolidar gracias a la administración del presupuesto de todos un liderazgo discreto que no parecía estar funcionando a la velocidad necesaria y que, de mediar una convocatoria electoral inmediata, volvía a estar en riesgo. El nuevo presidente, recibido con hiel por quienes secundaron el golpe de Estado de Ferraz, y sin mayoría suficiente, tendrá que enfrentarse a una coyuntura parlamentaria endiablada y a las ansias de venganza del PP, que sigue dominando el Senado.
Es improbable que pueda mandar, salvo por decreto. La situación, sin embargo, le beneficia: la moción contra Rajoy no perseguía gobernar, sino ganar tiempo y espacio a la espera de tener mejores cartas. Puede ser hasta cierto que los apoyos que lo han llevado a la Moncloa no hayan implicado --de momento-- ninguna contraprestación a favor del nacionalismo. El rechazo contra el PP es un interés tan válido como cualquier otro. Pero, evidentemente, no es garantía de una estabilidad duradera. Sánchez, que ya no tiene las líneas rojas marcadas en su día por los barones del partido, pero que no puede ignorar que es un presidente interino, buscará consolidarse con gestos sociales --la bandera que Podemos dejó tirada en el suelo-- y afianzar el control pleno del partido, que no es total. Desde la Moncloa ambos objetivos son factibles, pero su incidencia sobre la encrucijada en la que se encuentra España es más bien irrelevante.
La reforma del marco político en España requiere un consenso amplio que Sánchez no tiene y que afecta directamente a la Constitución. Un sendero que no conviene explorarse si, en paralelo, no se reforma antes la ley electoral --que beneficia a los nacionalismos y al bipartidismo-- y los independentistas no regresan voluntariamente al carril constitucional, que trasciende el episodio puntual del 155. Aquí es donde el nuevo presidente se la juega. Hasta ahora los socialistas se habían situado dentro del bloque constitucionalista porque sabían que tomar la dirección contraria los enterraría en vida. Lo que hagan a partir de ahora es una absoluta incógnita. Porque si amnistían a los que se han saltado arbitrariamente las leyes y amenazan la convivencia en Cataluña no estarán desactivando el problema catalán, sino alimentando la implosión definitiva del Estado.
Es indudable que Sánchez va a reinar, pero es más dudoso que gobierne, salvo que opte por la fórmula Zapatero de prometer aceptar lo que quiera el nacionalismo para después hacernos pasar por milagro lo que sería escabeche. Nadie puede dudar de que el jefe de filas de los socialistas tiene baraka --como decía Felipe González--, pero no debería olvidar que ni la suerte de los astros es eterna ni Roma sobrevivió al abrazo fraternal de los bárbaros.