No fue hasta el siglo XIV cuando la Inquisición medieval relacionó brujería con herejía. Fue el dominico gerundense Nicolau Eimeric quien precisó, en su Manual de inquisidores (1376), cuáles eran los tres tipos de brujería en función del grado de latría, de dulía o de invocación. Durante casi dos siglos, la cultura popular y la cultura académica no fueron por el mismo camino a la hora de valorar esas prácticas mágicas. Las hechiceras y las brujas se distinguían por los materiales cotidianos (minerales, plantas, animales, restos humanos –semen, pelos, uñas, orina, etc.–), más común entre las primeras, y por el recurso al pacto con el demonio y a la imaginación –potenciada con alucinógenos–, más frecuente entre las segundas. Fuera por una vía o por otra, los usuarios de sus ungüentos, invocaciones o pactos lo que buscaban eran soluciones a problemas frecuentes en la salud, el dinero, el sexo o el amor.
A fines del siglo XVI, la obsesión intelectual por relacionar demonio y herejía y la ansiedad popular por la funcionalidad de las prácticas brujeriles convergieron en un discurso híbrido. De este cruce surgirá la brujomanía que alcanzó su máxima actividad durante la primera mitad del siglo XVII. La psicosis fue un cóctel alimentado por otros factores en una Europa en ebullición: avance del absolutismo, crisis socioeconómica, guerras, reafirmación del patriarcado, persecución de marginados, triunfo de la medicina académica varonil frente al curanderismo popular femenino, etc.
Pese a que, desde mediados del siglo XX, han sido innumerables los estudios que han explicado muy bien las causas y consecuencias de la caza de brujas en la Europa del siglo XVII, sigue aún vigente el tópico de la Inquisición española como principal responsable de la quema de brujas. Frente a la psicosis europea, en España dicha caza fue mucho menor, tanto cuantitativa como cualitativamente. Se sabe que para el período 1550-1700 –antes y después no se tienen datos fiables– fueron procesadas por la Inquisición 3.532 personas por supersticiosas, de las cuales apenas 300 fueron por brujería, y en su mayoría con sanciones penales leves. La intensidad de esta represión –que por supuesto existió– no es comparable, por ejemplo, con Escocia donde fueron ejecutadas 4.400 brujas entre 1590 y 1680, o con las tierras del sudoeste alemán donde condenaron a muerte a 3.229 entre 1560 y 1670.
Después de los conocidos procesos de Zugarramurdi en 1610, el Consejo de la Inquisición le dio la razón al inquisidor Salazar y Frías que afirmaba que la brujería era una ilusión. Este escepticismo inquisitorial no era nuevo. Ya en 1525 el inquisidor Valdés había negado la existencia de brujas y, en todo caso, proponía un castigo proporcional "a la calidad de la imaginación". En 1580 el inquisidor de Barcelona fue cesado por condenar a muerte a seis brujas sin haberlo consultado antes con la Suprema. Entre 1550 y 1700 se conocen 36 brujas procesadas por el tribunal catalán, de las que al menos una decena fueron quemadas.
La brujomanía en Cataluña
Aunque en Cataluña la represión inquisitorial en asuntos de brujería fue leve, no fue así la de los tribunales civiles. La primera oleada de represión se dio antes de 1620 y afectó a comarcas como el Osona, La Segarra y el Urgell. Según Antoni Pladevall, en Vic entre 1618 y 1622 fueron procesadas 45 brujas que, en su mayoría, fueron ahorcadas. En los años sucesivos, en el Berguedà y las tierras cercanas al Montseny se produjeron numerosas detenciones y ejecuciones, extendiéndose también al Rosellón y a la Cerdaña.
Esta brujomanía estuvo dirigida por autoridades municipales que ordenaron ejecutar, según Joan Reglà, a más de 400 brujas. Alarmado por esa disparatada persecución, el jesuita y calificador inquisitorial Pere Gil presentó al virrey, duque de Albuquerque, un informe en 1619 en el que recomendaba proceder con mucha cautela "porque se presume que algunas de ellas son inocentes y si hay culpables, como son ciegas y engañadas por el demonio por su daño y perdición de ellas, las más o muchas de ellas no merecen pena de muerte". Era tal la fiebre que Felipe III propuso en 1620 al nuevo virrey, duque de Alcalá, promover un perdón general. Hasta la Inquisición catalana denunció la histeria colectiva y, en concreto, el comportamiento de aquellos jueces que habían utilizado a un brujo francés para que fuese por los pueblos señalando quiénes eran brujas, y después "les hacían confesar a fuerza de tormentos prorrogando algunas veces sin causa sola para obligarlas a que dijesen lo que ellos querían". En cierto modo, la brujomanía catalana había sido una importación francesa.
Los teólogos e inquisidores españoles se mostraron más racionales o, si se prefiere, bastante más escépticos ante la relación entre desastres cotidianos y brujería, una psicosis que sí alentaron las autoridades y demás elites locales. Pere Gil lo explicó muy bien: "Porque estas cosas de tempestades y piedras Dios las hace y no el demonio, ni ellas por medio de los demonios". Pues ni por esas, la advertencia de este jesuita catalán cayó en saco roto, y en lo referido al fanatismo antibrujeril Cataluña prefirió ser más europea que española.