Durante las ya distantes décadas del oasis catalán, la oferta política en Cataluña estaba marcada por lo que podríamos denominar teoría de la pizza, y que básicamente consistía en que todo partido con aspiraciones realistas a alcanzar el poder tenía indefectiblemente una base catalanista. Sobre ésta, cada casa añadía sus propios ingredientes y condimentaciones a discreción: carbonara, napolitana, pepperoni...
El menú político catalán quedaba, no obstante, complementado por el cocido madrileño, ofertado en exclusiva por el Partit Popular de Catalunya, el cual, pese a no gozar de amplio favor entre los consumidores, se vio sometido a un vergonzante cordón sanitario.
Esta bucólica pizzería catalana, de la cual la sociovergencia fue su producto de más éxito, cambió súbitamente de orientación al jubilarse el propietario, colocándose Artur Mas a manos a los fogones. Desde entonces, la oferta culinaria ha decaído con celeridad hasta limitarse a una suerte de fast food. Y lo cierto es que la salud de la sociedad catalana se ha resentido a la par. Pese a los intrépidos esfuerzos de algún renombrado pinche gerundense por incorporar elementos de cocina molecular al guiso catalán, que hicieran más digerible el nuevo régimen, las emulsiones y espumas de postautonomía, preindependencia, postindependencia y prerrepública no han resultado ser particularmente digeribles.
La desafortunada consecuencia indeseada es que las sobremesas catalanas son cada vez más flatulentas, al tiempo que vemos como los casos de reflujo biliar se cronifican.
Pero, lamentablemente, no parece que nuestros chefs estén por la labor de atreverse con la cocina de fusión para intentar mejorar la cohesión social catalana. Antes al contrario, lejos de tener el coraje de salir de sus respectivas zonas de confort, todo nos hace temer que la tendencia de esta temporada entre nuestros electos marmitones se limite a obstinarse con fruición en seguir subiendo la temperatura de la olla de presión, para concentrar aún más si cabe el pensamiento de grupo, y obtener de esta manera una abundante provisión de carnaza para una claca y unas plañideras que apuntan maneras más y más reaccionarias.
Y no solo la dieta catalana se torna más pobre e indigesta, sino que resulta además carísima en términos de costes cívicos, al punto de que estamos a un paso de hipotecar irremisiblemente la capacidad de las nuevas generaciones de catalanes de vivir en una sociedad sana. Cada día que pasa nos intoxicamos más con una dialéctica de falsas opciones que nos empuja a identificarnos con interpretaciones monocromas y sesgadas de la realidad catalana, y que busca reducirnos a consumidores de fetiches identitarios, cuando lo que necesitamos con urgencia es recrear las condiciones que nos permitan decidir libremente con base a intereses políticos, y no como reflejo o rechazo de una identidad dada.
Nos hacen falta nuevos cocineros; personas que no estén precondicionadas por dogmas y ortodoxias, a los que no les importe poner las manos en la masa y arriesgarse a fusionar los diferentes elementos de la sociedad catalana, aceptando de buen grado sus contradicciones, para poder realzar sus virtudes y atenuar sus miserias. Y, sobre todo, nos hacen falta nuevas recetas políticas, que denieguen esta dinámica perversa que nos quiere limitar a optar entre quimeras postcatalanistas y tentaciones precatalanistas, y que si no lo impedimos, acabará tirándonos a todos por la fregadera.