El difunto Manuel Vázquez Montalbán patentó una fórmula mágica para defenderse de quienes le acusaban del aparente desfase entre sus ideas comunistas y su vida de buen burgués: "¡Yo asumo mis contradicciones!". No dejaba de ser la versión elegante del célebre refrán "ande yo caliente, ríase la gente", pero con más empaque ideológico. Las respuestas de Irene Montero a quienes le preguntan por el casoplón de Galapagar van en esa línea. Según ella, hay una gran diferencia entre los que compran casas para especular (y no miro a nadie, señor De Guindos) y los que las adquieren para vivir y dar inicio a un proyecto familiar como Dios manda. Lamentablemente, las explicaciones de la portavoz de Podemos no parecen haber convencido a nadie, ni siquiera al fiel Kichi, que dice que no se moverá de su pisurrio de currante.
Personalmente, opino que Pablo e Irene pueden hacer lo que quieran con su dinero (y con el que les preste el banco), pero la ética y la estética suelen ir mezcladas, y el hecho de que el líder de Podemos, el partido del pueblo puteado por el capital, se pille una casa de millonetis queda fatal, por mucho que uno asuma sus contradicciones. Menos mal que no le ha dado por decir que algún día todos los españoles tendrán un chalé con piscina y casa de invitados como el suyo, en la línea de aquello que dijo Lenin de que, en el futuro, todos los rusos disfrutarían en sus hogares de un retrete de oro. A efectos prácticos, la compra del chalé en Galapagar --1.600 euros mensuales de hipoteca a treinta años-- no es ninguna chaladura, tal y como están los precios de la vivienda en España, pero chirría en lo ostentoso de la elección, sobre todo cuando antes has dicho cosas muy feas sobre los pisazos que se compran los del PP. Vamos a ver, nadie la va a tomar con Albert Rivera por vivir en Pozuelo y gastarse el dinero en trajes de Hugo Boss e injertos capilares, pues cada día es más de derechas y sus fans no tienen nada que objetar a lo que haga o deje de hacer. Pero cuando vas de líder de la extrema izquierda, hay que cuidar un poquito más las formas: un ático en el barrio de Salamanca habría pasado más desapercibido que la mansión de Galapagar, aunque costase lo mismo.
Hay quien se pregunta cómo es posible que un banco le haya concedido a los Pablemos una hipoteca de tanto importe y tanta duración. Yo les contesto: porque los consideran unos políticos más, unos miembros de esa casta de la que abominaban, unos españoles más en manos de un banco, gente que, a partir de ahora, tiene mucho que perder, lo cual los descalifica como revolucionarios, igual que a esos separatistas catalanes con piso en propiedad, dos segundas residencias y cuatro planes de pensiones. El banco sabe que Pablo Iglesias no representa el menor peligro para el sistema que dice combatir, y al soltarle la guita lo tiene controlado, por lo menos, durante los treinta años que se va a tirar apoquinando el préstamo. Y cuando acabe de pagarlo, ya habrá superado la edad de la jubilación. De hecho, el banco ha comprado a Pablo Iglesias por una suma irrisoria.
Puede que la mansión solo sea un detalle menor en la trayectoria de los Pablemos, pero es un tema que se les va a convertir en un arma arrojadiza, en una muestra innegable de la diferencia que hay entre lo que dicen y lo que hacen. Con un adosadito en Parla --o en Paracuellos, donde además habrían tenido de vecina a Belén Esteban, la princesa del pueblo-- se habrían librado de las iras de la derecha y de sus propios militantes y votantes. Les ha perdido un comportamiento ostentoso. O, como decía Gil y Gil, ostentóreo.