"Cada pueblo tiene el gobierno que se merece". Esta apreciación es discutible en muchos casos, pero no en los países con un cierto grado de democracia. En estos las autoridades llegan a serlo porque así lo ha decidido el conjunto de la población. Así ha pasado en el caso de Joaquim Torra. Su designación ha sido realizada por 70 diputados del Parlament (66 que votaron a su favor y 4 que se abstuvieron), que representan a un 47% de los electores del pasado 21 de diciembre. Es cierto que los 65 diputados que votaron en contra de su designación fueron votados por más de un 50% de los electores; pero no hay contradicción en este aparente sinsentido: el conjunto de los catalanes asumieron esta desigualdad cuando aprobaron en el Parlament y ratificaron en referéndum un Estatuto de autonomía que consagraba la discriminación entre catalanes en las elecciones autonómicas (para quien no lo sepa, la paradoja de que con menos votos se tengan más escaños se derivaba de las previsiones del Estatuto de Autonomía de Cataluña, no de la Ley Electoral española, que nada tiene que ver con esta injusticia).
Así pues, Torra, con sus artículos supremacistas, xenófobos y etnicistas, con su odio hacia España, los españoles y los catalanes no nacionalistas es el presidente que nos merecemos colectivamente, el que resulta de la voluntad popular, de los dos millones de votos a partidos independentistas que se han convertido en los 70 diputados que lo han designado como presidente de la Generalitat pese a saber todo lo que sabían sobre su retrógrada ideología, y pese a que su programa de gobierno se basa en la desobediencia y la confrontación.
Es lo que hay, Torra es formalmente ya quien representa a una Cataluña en la que la minoría nacionalista, que adecuadamente distribuida por el territorio consigue maximizar su presencia en el Parlamento, está dispuesta a asumir la desobediencia a la Constitución y a las leyes y a buscar por la vía de hecho la separación con el fin de convertir en hegemónica una ideología que Torra representa a la perfección, la del nacionalismo supremacista que apenas se ha separado formalmente de aquel de los años 30 del siglo XX que tanto había coqueteado con el racismo.
¿Exagero? No creo. Los 70 diputados nacionalistas dispusieron de dos ocasiones para dar la espalda a Torra y en las dos prefirieron apoyarlo sabiendo lo que representaba. ¿Y los dos millones de votantes de esos 70 diputados? Quizás algunos de ellos rechacen la vergüenza democrática de elevar a la presidencia de la Generalitat a una persona de la ideología de Torra; pero no creo equivocarme si afirmo que la mayoría de esos votantes repetirían su voto en unas nuevas elecciones; esto es, confirmarían (confirmarán) el carácter supremacista, excluyente y etnicista del nacionalismo catalán.
"Por toda Europa el nacionalismo está en guerra con la democracia, y Cataluña es un campo de batalla capital". No son mis palabras, sino del catedrático de Ciencia Política de la Universidad del Estado de Washington Jamie Mayerfeld.
Ojalá los partidos políticos españoles tuvieran la mitad de claro que este profesor de Seattle lo que aquí nos estamos jugando.