Un independentista puede ser presidente de la Generalitat mientras otros independentistas permanecen en prisión preventiva. Estos dos datos, sin aditivos, ilustran la excepcionalidad del momento. Cataluña es a día de hoy una paradoja monumental, sustentada en el fino alambre de una legalidad democrática sobreactuada por el Estado, rechazada por los soberanistas pero instrumentalizada por todos, lo justo para bailar ante los focos. Sería muy atrevido vaticinar cuándo y cómo acabará esta competición de equilibristas, ni tan solo sugerir que realmente vaya a tener un final.
No hay ningún indicio de nada, tan solo de la perseverancia de los protagonistas para recorrer el alambre de un lado para otro. El abuso del lenguaje republicano, la creatividad en las interlocutorias, el electoralismo a cuenta de la dura ley, la presión ambiental de los entornos hiperventilados, pueden tanto como la legitimidad de las posiciones. Los discursos se tambalean en la contradicción sin que desfallezca el énfasis ni la fidelidad de las bases de los dos bloques.
El presidente Quim Torra seguirá proclamando desde el Palau de la Generalitat la supuesta persecución ideológica del independentismo por el solo hecho de ser independentista, aunque la evidencia de su presidencia y de su militancia nieguen la mayor. El Tribunal Supremo persistirá en buscar unas pruebas que se resisten a aparecer para fundamentar unos delitos anunciados por todo lo alto y poder demostrar que no son presos políticos sino políticos presos por haber vulnerado la ley, pero les mantendrá en una prisión preventiva descartada por las justicias homónimas. El presidente Rajoy verá decaer el 155 por imperativo legal pero ya está redactando el siguiente, a seis manos con sus aliados del PSOE y Cs, aunque antes deba aprobar los presupuestos con los nacionalistas vascos, poco amigos de intervenciones estatales en las autonomías.
Para que toda esta paradoja gane en consistencia solo le faltan los guiños al diálogo. Rajoy no va a conceder ninguna república a nadie y Torra no va a aceptar otra legalidad que la nacida del Parlament, a menos que ambos nos mientan; el Parlament no puede crear ninguna legalidad que vulnere el Estatuto y la Constitución y el Gobierno central no puede negociar nada que no esté conforme a la Carta Magna. Entonces, de qué van a hablar si es que llegan a hablar.
¿Alguno de los dos protagonistas es capaz de admitir que una cosa son los discursos para embobar a los respectivos colectivos de seguidores y otra el establecimiento de un marco de lo que es realmente negociable y de lo que es totalmente improbable? Si no empiezan por aquí, la credibilidad de las ofertas de diálogo queda en poco más que en un simple cruce de agendas para saludarse educadamente y salvar las relaciones institucionales. Algo es algo pero no nos acerca a ninguna solución. Siempre nos quedará la esperanza de las negociaciones secretas, pero eso es cosa de países serios y en esto no nos podemos engañar.