Se atribuye a Wilde (Oscar) una célebre frase que advierte, con el moralismo propio de los grandes hedonistas irónicos, que hay que tener mucho cuidado con lo que se desea porque, a veces, termina haciéndose realidad. Los hombres somos esclavos de nuestros deseos más que víctimas de nuestros fracasos. Los primeros, con frecuencia, conducen irremediablemente a los segundos. No puede decirse exactamente lo mismo del camino inverso. En el sainete Cifuentes --el título académico falso, las múltiples negaciones bíblicas, el respaldo indecoroso de un PP en horas bajas y la vulgaridad extrema del final-- lo más sorprendente no es la manera que la expresidenta de Madrid ha elegido para ascender a su cadalso político, sino la certeza, visible todo el tiempo en su rostro, de no ser realmente capaz de entender los motivos que aconsejaban consumar una dimisión honrosa antes de que llegara la destitución terminal.
La vida pública española es un monumento al engaño desde antes de la Santa Transición. En esto ni ha habido reforma ni ruptura, sino simple continuidad
Cifuentes, en el fondo, todavía no comprende que en un país como España, históricamente refractario al esfuerzo intelectual, se la juzgara por un título-estafa que sólo era una muesca menor en un currículum inflado, demasiado largo para las tarjetas de visita. “¿Por qué me critican si lo hacen todos?”, parecía preguntarse la gran esperanza rubia del PP madrileño. Es en lo único que tenía razón. La vida pública española es un monumento al engaño desde antes de la Santa Transición. En esto ni ha habido reforma ni ruptura, sino simple continuidad. Nuestros políticos, da igual de qué partido sean, se han educado (es un decir, claro) en una cultura sectaria, demagógica y charlatana bajo la que subyace la firme creencia de que todo lo que tienen y disfrutan les pertenece por derecho natural. Como un botín indiscutible.
Una de las peores herencias de aquello que in illo témpore llamaban concordia es el trato diferencial que reciben los representantes de la partitocracia en relación al resto de los ciudadanos mortales. Basta ser diputado un número escaso de años --siete hasta la reforma de 2011-- para tener derecho, con cargo al dinero de todos, a la pensión máxima, algo que al resto de los mortales le cuesta una larga vida --en algunos casos imposible-- de cotización. Es un simple ejemplo de la larga suma de canonjías de la que disfrutan nuestros parlamentarios.
Llegar a un cargo político en España es sinónimo de tener un carné de todo gratis: sueldos, dietas, inmunidad, relaciones y canonjías
Llegar a un cargo político en España es sinónimo de tener un carné de todo gratis: sueldos excelentes, dietas generosas, ascendente sobre determinadas empresas, inmunidad económica en caso de cometer desaciertos, relaciones inquietantes y todo un rosario de beneficios dinerarios (o en especie) que convierte la representación pública en una actividad deseada y rentable. No hay que estudiar porque los títulos te los regalan. Tampoco hay jefes excesivamente exigentes siempre que obedezcas y votes con el rebaño. Para prosperar basta con asentir; si además es con entusiasmo, mejor. Y, a cambio de dejar de pensar, puedes convertirte en alguien con prestigio suficiente en tu círculo familiar, que a fin de cuentas es la idea que muchos próceres españoles tienen de la sociedad a la que representan. Para ellos se limita básicamente a aquellos que tienen más cerca.
Las cosas básicas de la vida tienen un significado profundo, pero para muchos políticos como Cifuentes carecen de sentido
Cifuentes, dejando de lado sus patologías privadas, al igual que otros muchos políticos, llevaba años viviendo en el universo paralelo del poder, donde todo --absolutamente todo-- o es gratis o no requiere ningún esfuerzo. Sólo el espejismo de la impunidad que provocan los privilegios explica que robara cosméticos teniendo dinero de sobra para pagarlos. O que desease añadir a su currículum un máster con el que adornar aún más su imagen oficial. Un título universitario, en teoría, es una credencial que debería ser la expresión de una capacidad conseguida con esfuerzo individual. Pagar algo con dinero implica reconocer el esfuerzo de los demás e intercambiarlo con el propio. Las cosas básicas de la vida tienen un significado profundo. Para los políticos como Cifuentes, acostumbrados a disfrutar de todos los honores sin sudar, amnésicos a los valores de la justicia y la honradez, todos estos conceptos carecen de sentido. Son nihilistas sociales. Por eso no entienden la indignación popular. Porque viven en una nube tan rosa como el algodón de azúcar de las ferias.