Alguien del entorno nacionalista ha estudiado con ahínco los trabajos de Edward Bernays, el principal creador de la industria de las relaciones públicas y, por ende, de la manipulación --de las noticias, los medios, la opinión--, así como la práctica sistemática y a gran escala de la interpretación y la presentación sesgada de los hechos.
En uno de sus libros, La ingeniería del consentimiento (1956), aportaba estrategias plausibles para obtener la manera de controlar la mente de la gente sin que ésta lo notara; otro, Cristalizando la opinión pública (1923), a su pesar, se convirtió en la fuente de inspiración necesaria para que Goebbels forjara la maquinaria promocionista nazi; pero es en Propaganda (1928) donde este austríaco nacido en 1891 y fallecido en 1995, sobrino de Freud, emigrado a Estados Unidos cuando niño, se especializa en diseñar técnicas para manipular la consciencia de las masas, o, dicho de otra manera, para generar consenso público. Con un profundo carácter visionario, antes de la Segunda Guerra Mundial y del auge de los medios de comunicación de masa, Bernays intuye el potencial mercantilista de las teorías de su tío y vaticina un futuro protagonizado por la opinión de la gran mayoría, en la cual había que labrar un pensamiento favorable a los intereses de unos pocos.
Bernays sabía formar una opinión favorable hacia la nueva moda, sabía crear unas circunstancias propicias para que se llevara a cabo el cambio, y supo algo esencial, que las personas se comportarían de manera irracional si se lograba vincular el consumo --o la política-- con sus emociones y deseos más genuinos. Así ve Edward Bernays los entresijos de la propaganda moderna: "Si lográbamos comprender el mecanismo y los resortes de la mentalidad colectiva, ¿acaso no podríamos controlar a las masas y movilizarlas a voluntad sin que ellas se dieran cuenta? La manipulación consciente, inteligente, de las opiniones y los hábitos organizados de las masas juega un rol crucial en una sociedad democrática. Quienes manipulan ese mecanismo social imperceptible forman un gobierno invisible que realmente dirige el país".
El nacionalismo transforma el ámbito social en el dominio de la impostura y, por lo tanto, de la irrealidad
Durante la Primera Guerra Mundial, Bernays se puso al servicio del Gobierno de Estados Unidos para motivar a los jóvenes que se alistaran en el ejército; consiguió que las mujeres empezaran a fumar; y la industria cárnica lo fichó para convencer a todos los norteamericanos que un desayuno en condiciones debía incluir bacon.
Algo semejante, tan singular como diáfano, ha sucedido con la venta y el consumo del nacionalismo, generándose una red de "hechos duros" --según los magos de la manipulación-- para atraer irremediablemente al ciudadano incauto hacia unos círculos políticos que en realidad no necesita y sobre los cuales quizás no sienta ni simpatía. Los ejemplos son infinitos, pero véase como ilustración lo que declaraba Elsa Artadi el 26 de abril en una entrevista publicada en el digital Vilaweb. En respuesta a una pregunta sobre su conversión al independentismo --no lo es desde siempre, sino de nova fornada--, no sabe precisar el momento exacto en que se produjo, pero recurre a uno de los "hechos duros" que genera curiosidad, interés o adicción hacia el nuevo producto independentista: la sentencia del Tribunal Constitucional en 2010 sobre el nuevo Estatut.
Otros "hechos duros" se han creado después para informar, persuadir y vender a un público nuevo la idea o la marca auspiciada por el nacionalismo, y no debe ser en vano que las televisiones afines al régimen emiten cual eficaz spot de enrolamiento a la causa imágenes de la carga policial del 1 de octubre. El riesgo de tal afán propagandista es el desdén, menoscabo o desprecio hacia el orden común de las cosas, hacia la realidad circundante, y que los Bernays de cabecera del nacionalismo transformen el ámbito social en el dominio de la impostura y, por lo tanto, de la irrealidad. Al fin y al cabo, esta es la piedra de toque del totalitarismo: el simulacro es su territorio natural, dando la espalda a la presencia y a las manifestaciones de la verdadera realidad.