Llevamos cuatro meses pendientes de saber cuál de las tres afirmaciones más repetidas en este periodo es la buena. Una: el Gobierno español no acepta el resultado de las elecciones del 21D. La otra: respetaremos a cualquier presidente elegido por el Parlament que no tenga cuentas pendientes con la justicia. Y la última o la primera, según se mire: no investiremos a ningún otro presidente que no sea el legítimo porque la voluntad popular no está supeditada a la ley.
Solo el Tribunal Constitucional puede privarnos del placer de descubrir al menos una verdad sea cual sea. Inés Arrimadas les ha pedido que suspendan la delegación de voto de los diputados Puigdemont y Comín, pendientes de resoluciones de tribunales extranjeros, y esto puede estropearnos la alegría de despejar estas glamurosas incógnitas. Las consecuencias políticas de según cual vaya a ser la cierta de estas tres afirmaciones son muy diferentes, desde luego, pero relevantes, por eso se entiende menos el poco interés de la jefa de Ciutadans por aclarar las cosas.
El independentismo oficial, con los 66 votos operativos, estaría en condiciones de afrontar el reto, sin necesidad de atender a la CUP, cuya ortodoxia republicana les llevó a una investidura improvisada y fallida; aunque seguramente sus promotores la sabrían explicar por motivos tácticos o por la desesperación dominante hasta la llegada del revulsivo alemán.
Esta mayoría suficiente en segunda vuelta podría utilizarse para proclamar presidente de la Generalitat a quien no esté en manos del juez Llarena. Esta decisión permitiría comprobar de inmediato si es verdad que el Gobierno Rajoy acepta o no el resultado de las elecciones que dieron una victoria indiscutible a las opciones independentistas. La gravedad de no aceptar a este presidente o presidenta votado por el Parlament manteniendo el 155 por si acaso, con cualquier treta legalista, resultaría democráticamente insoportable. El cartel de mentiroso mayor del reino ya tendría dueño.
Si Rajoy permitiera investir un president que no esté en manos del juez Llarena, desmentiría la acusación de que el Gobierno español no acepta el resultado del 21D
Por el contrario, si este procedimiento de investidura se cumpliera sin mayores sobresaltos (salvo tal vez una declaración de obediente amor del muy honorable designado para con su antecesor en el cargo cesado por el 155), entonces Rajoy negaría con los hechos la primera de las afirmaciones, confirmaría la segunda y podría colgar el sambenito de la falsedad a sus adversarios; y además aprobaría sus presupuestos con los votos del PNV.
Pero siempre existe una tercera vía. En esta circunstancia, está clara: utilizar los 66 votos para intentar elegir al diputado Carles Puigdemont, quien además obtendría los votos de la CUP. La investidura no prosperaría pero permitiría al independentismo ratificar el argumento esencial del procés --el Estado español no es democrático-- y recuperar de paso su promesa de votar únicamente a su candidato legítimo, aunque algo tarde. De esta manera evitarían enfrentarse a la posibilidad de que el Estado pudiere materializar su aceptación de un presidente elegido según la ley.
Estas incógnitas podrían haberse resuelto en enero, es una obviedad, pero no vamos a ponernos exquisitos ahora abriendo incomodas reflexiones sobre el uso sistemático en la política de la mentira pura y dura o la mentira útil. Las mentiras políticas son simples verdades indiscutibles que los adversarios no alcanzan a entender ofuscados como están de sectarismo. No le demos más vueltas, y si hay que ir a unas nuevas elecciones, al menos que sea con los mantras intactos por parte de los bandos.