Acosada por la nostalgia, la izquierda no ha sabido manejar el mercado, nudo gordiano de la economía. Ha sabido limitarlo, pero no regularlo; no ha conseguido ponerlo al servicio de la sociedad. Por el contrario, la derecha, sí ha sabido; vive en el mercado, pero le tiemblan las piernas cada vez que se descubre una mala práctica y no encuentra mecanismos de defensa (como lo son la economía social de mercado en Alemania o el discurso liberal británico). El ascenso de Cs, una fuerza liberal de centro, se explica en parte por esa doble incapacidad encarnada en PSOE y PP. El partido de Rivera tiene un plan que potenciará el mercado sin laminar el Estado de bienestar, pero que encontrará enemigos en la cuestión territorial, argamasa de un Estado antiguo, hecho a trozos de reinos y principados, y precisamente por eso tan longevo.
Si trasladamos esta correlación al escenario de Cataluña, encontramos el espacio intermedio colonizado por el nacionalismo, rehén de su icono, el electrón libre: Carles Puigdemont. El independentismo no tiene plan; es el soberano negativo; una herramienta de destrucción. Se vale de la posverdad para adoctrinar a sus filas. Dice “no respeto la Constitución ni a su Tribunal arbitrario, pero sigo al pie de la letra la voluntad del votante”. No acato la ley de bases pero si el sufragio, que me beneficia. Es la ley a la carta, Y, siguiendo este hilo, creo dos leyes ad hoc para celebrar el referéndum del 1-O. Es más, celebro el referéndum y me atengo a sus consecuencias: proclamo la República. Antes de llegar aquí, sustituyo el Parlament por su representación mayoritaria y ahora sustituyo esta representación (PDeCAT-ERC-CUP) por su esencia electoral, JXCat.
Es la cámara de los elegidos, los que convierten al resto en patitos feos despreciados y capaces de adecuarse a la imagen débil que se tiene de ellos. Esta es con exactitud la versión del president de la cámara catalana, Roger Torrent, un hombre que obedece a Puigdemont y desoye a su jefe de filas, Junqueras, que está en prisión. Torrent se sabe débil, como aquel Ricardo III de Shakespeare, un deforme que, al no poder probarse como amante, decidió hacerlo como villano.
El nacionalismo dice “no respeto la Constitución ni a su Tribunal arbitrario, pero sigo al pie de la letra la voluntad del votante”. No acato la ley de bases pero si el sufragio, que me beneficia. Es la ley a la carta
Si nos atenemos a la bondad intrínseca de los que mienten, entenderemos que han inventado una visión de España objeto de su lamento y a base de panfletos cargados de odio contra el enemigo han acabado concluyendo el desenlace de que la guerra es inevitable. En su famoso papel Las consecuencias económicas de la paz, Lord Keynes escribió que la corona inglesa podría mantener un crecimiento sostenido a pesar de la interrupción del gasto militar, que había sido el principal vector de la demanda agregada durante la Gran Guerra. Y dos décadas mas tarde, sin la delicadeza del profesor de Cambridge, El Informe secreto de Iron Mountain, atribuido a Galbraith en EEUU, fue un panfleto pesimista sobre la paz que llegó después de la derrota en Vietnam. Es fácil profundizar en la conveniencia de las hostilidades para mantener la moral de un pueblo, como hizo Nasser en Egipto, Trotski en la guerra contra la Rusia Blanca o el mismo Daniel Ortega (triste actualidad la suya) cada vez que animaba a su gente a prepararse ante un invasión de los marines, que nunca llegó. Además, en la explosión demográfica del siglo XXI tenemos muy presente a la población inmigrada como objeto de rechazo cuando se mancha a una colectividad con la imagen de su minoría marginal.
La posverdad es un juego de espejos, como los cuentos de Borges. Nunca sabrás si un militante indepe es sincero delante de un juez, cuando dice que renuncia a su acta de diputado y a su carrera política. La situación es demasiado volátil. ¿Qué no haría cualquiera delante de una pena de prisión? En el caso que nos ocupa, después de haber burlado la ley con la bondad impostada en una mano y la pericia de Maquiavelo en la otra, lo normal del indepe es salir por peteneras como hizo San Agustín cuando se inclinó a favor de que la tierra era esférica y no plana, pero se calló para no poner en peligro su salvación eterna.
La ambivalencia es una característica del populismo (“avanzaremos agudizando las contradicciones de la casta y solo elaboraremos el discurso cuando estemos en el poder”, escribe con ingenuidad maléfica Íñigo Errejón, seguidor de Ernesto Laclau). El nacional-populismo de Puigdemont y del resto de su camarilla funciona precisamente así: ellos creen combatir a un Estado retardatario y nos dicen “cuando tomemos el poder ya os avisaremos”. Diseñan su democracia orgánica catalana a través del enemigo para después identificar al resto como víctimas del mismo enemigo, como se hacía en las purgas de Stalin (lo cuenta Arthur Koestler, en sus Memorias). Localizan al otro, niegan su alteridad, y quieren apuntarnos a todos al sacrificio. Es una forma de ir acompañados contra un un Leviatán oscuro y feo, al que consideran torpe pero al que desconocen por completo.
Los nacionalistas diseñan su democracia orgánica catalana a través del enemigo para después identificar al resto como víctimas del mismo enemigo
Aunque no lo queramos, los indepes tratan de meternos en una guerra ingenua que ellos convierten en moralmente desigual a su favor. La longevidad del Estado más antiguo de Europa encaja en el orden de una evolución que podríamos comparar a los monopolios históricos del sector energético que industrializó el país. Endesa, Fecsa, Sevillana, Iberdola o Fenosa eran compañías irreconducibles hacia la competencia, pero las hemos ido fusionando y transformando a golpe de ley; y aún así, no han dejado de ser un cártel, como bien sabe la CNMV, que las ha multado recientemente.
Si las estructuras económicas que explicaba Ramón Tamames en la Complutense y Santiago Roldán en la Autónoma de Barcelona no se han podido modificar, menos se podrá con el Estado, cuya forma política se alumbró en pleno Renacimiento y que marcó el fin de las monarquías teocráticas y el origen de la realeza consensuada. La fundación de España en el quinientos contó con la mejor diplomacia de la Europa de entonces (los Trastámara, la generación que no vivió para ver completado el proceso). Aquel Estado, de retraso nada. Si acaso, incorporó ineficiencias recurrentes y, sobre todo, un gran desequilibrio territorial; pero eso es un mal incurable, un estigma del origen que lo hace precisamente más fuerte.