Los debates en torno a la propuesta presupuestaria del PSOE, que implica una subida de la presión fiscal de todos los españoles, ha vuelto a traer el llamado modelo nórdico a la palestra. Lo que se suele destacar del modelo nórdico es la alta calidad de servicios sostenidos con unos elevados impuestos que son pagados, religiosamente, por los felices ciudadanos de aquellos países. A pesar de las voces de quienes conocen de primera mano la realidad económica, por ejemplo de Suecia, que apuntan al fiasco en el que se ha convertido ese ideal, en España seguimos con la misma cantinela. Me refiero a Mauricio Rojas, chileno, diputado en el Parlamento sueco por muchos años, quien ha publicado en varias ocasiones acerca de las limitaciones de lo que conocemos como el modelo nórdico.
Pero no es en ese punto en el que me quiero centrar. Imaginemos que aceptamos la principal premisa y decidimos incorporar a nuestro país una estructura fiscal a la nórdica. Yo sería partidaria y aplaudiría la idea si se imitara en todos los aspectos. Y, probablemente, la mayoría de quienes defienden a capa y espada ese modelo se estremecerían si tuvieran que gestionarlo de verdad.
Porque el primer cambio debería ser la reforma de la función pública. En los países nórdicos, el funcionariado se caracteriza por ser "servidores civiles" (civil servant), por su servicio a la comunidad. En nuestro país, ser funcionario implica dedicar mucho tiempo y esfuerzo en la juventud para sacar unas oposiciones que te van a asegurar un puesto de trabajo de por vida. Los funcionarios abarcan un amplio abanico de actividades, desde barrenderos hasta catedráticos de universidades públicas, pasando por puestos en algún ministerio o empleados de un determinado rango en empresas públicas. Y éste último punto es muy importante. Porque en España tenemos casi 4.000 entes públicos, sumando las empresas, las fundaciones y los consorcios, y la mayoría son de ámbito autonómico y local; el peso de las empresas, fundaciones y consorcios estatales es menor. Por ejemplo, de las casi 2.300 empresas públicas, más de 1.200 son de carácter local. Aproximadamente hay unas 150.000 personas en la función pública dedicadas a la gestión de empresas públicas, que no pueden ser despedidas por más que esa empresa esté quebrada. Y ahí es donde aparece uno de los embrollos que se solucionarían fácilmente si aceptamos el famoso modelo nórdico.
¿Por qué no se actúa con las empresas públicas con la misma racionalidad con la que actúan las empresas privadas?
Si se trata de cuadrar el presupuesto del Estado, o aumentamos los ingresos y subimos los impuestos, o reducimos los gastos. Y una manera de reducir los gastos es acabar con el déficit de las empresas públicas. Hay que recordar que solamente el déficit de las empresas públicas autonómicas ascendía a 5.000 millones de euros a mediados de 2017. Sería muy interesante hacer un estudio del total.
¿Pero por qué no se actúa con las empresas públicas con la misma racionalidad con la que actúan las empresas privadas? Porque ningún consejo de administración estaría dispuesto a subvencionar las pérdidas empresariales durante lustros.
El principal problema reside en la rígida función pública española. Si se cierra una empresa pública, habría que recolocar a aquella parte del staff que disfruta de los derechos de cualquier funcionario, en un puesto de la misma categoría. Es como si, cuando una empresa quiebra, el gestor tuviera asegurado un puesto de trabajo similar, con las mismas condiciones laborales. Inaudito, ¿no? Por la misma razón, no se puede reducir el tamaño de las universidades públicas, ya que no se puede despedir a los profesores con plaza. Estamos ante un sistema perverso que impide que se racionalice el gasto público. Los casos en los que actualmente se destituye a un funcionario y se le retiran sus privilegios son muy excepcionales. Por ejemplo, los involucrados en el caso Cifuentes, como el rector que copió la tesis, o tantos otros, seguirán conservando su puesto de trabajo y su sueldo. Y así también los malos gestores que hayan dilapidado dinero público y hayan generado esas deudas de las empresas, consorcios y fundaciones públicas.
Pero si adoptáramos el modelo nórdico, donde los funcionarios son contratados por un período de tiempo limitado, en muchos casos, de un año, la cosa sería diferente. Por ejemplo, si se asocia la renovación del contrato a los resultados empresariales, tanto en empresas como en fundaciones, consorcios y universidades, se incentivaría un desempeño óptimo por parte de quienes están al servicio de los españoles, en vez de vivir de los impuestos de los españoles sin que se vean obligados a rendir cuentas a nadie.
Ya imagino las mareas contra el modelo nórdico desfilando por las calles de nuestro país.