La implicación catalana en la Guerra de la Independencia, reconvertida hoy en Cataluña en el inocuo término de Guerra del Francés, ha sido silenciada en los últimos años. Se olvida que el propio nombre de Guerra de Independencia fue creado por el militar catalán Francesc Xavier Cabanes en una obra publicada en 1815. El tamborilero del Bruc o el sitio de Girona han quedado como estampas de una Cataluña que se pretende ignorar. El monumento a la memoria de los héroes catalanes que se rebelaron contra Napoleón en junio de 1809 (los Gallifa, Pou, Navarro, Massana) y fueron ejecutados por los franceses, con las estatuas de Llimona o los grabados de Planella situados al lado de la catedral de Barcelona, hoy permanece olvidado y silenciado por las guías de turismo catalanas. El Antoni de Capmany de Centinela contra franceses es un personaje considerado como políticamente incorrecto e impertinente en la actual Cataluña. Y en la historia del constitucionalismo español se ha olvidado que el primer presidente de las Cortes de Cádiz de 1810, de las que saldrían la Constitución de 1812, fue el catalán Ramón Llátzer de Dou, catedrático de Cervera.

A la hora de referirse al liberalismo español de la primera mitad del siglo XIX, nadie hoy tiene presente el papel que jugó en el mismo, el catalán Antoni Puigblanch, un personaje singular de lo que hoy se denomina generación de 1808, que merecería, sin duda, una biografía profunda. Nacido en Mataró en 1775, en el marco de una familia de menestrales aburguesados de ocho hermanos, estudió en los Escolapios de Mataró. Se fue a Madrid, donde estudiaría filosofía en el colegio de Santo Tomás y en los Reales Estudios de San Isidro. Hizo su carrera universitaria en Alcalá, donde en 1807 ganaría las oposiciones a la cátedra de hebreo. Escribiría entonces su primer libro filológico: Elementos de lengua hebrea. De 1811 a 1813 publicaría en folletones su obra más famosa, La Inquisición sin máscara, una crítica muy dura a la Inquisición que firmó con el pseudónimo Natanael Jomtob, pieza clave que contribuyó decisivamente al decreto de las Cortes del 22 de febrero de 1813 que proclamaría que la Inquisición española era incompatible con la Constitución. La obra de Puigblanch junto a los libros del afrancesado riojano Juan Antonio Llorente constituirían el gran órdago liberal contra la Inquisición, que sería repuesta en 1814, extinguida en 1820, retornada en 1823 y definitivamente extinguida en 1834.

Prefederalista

Puigblanch defendía que, siendo como era la Inquisición un tribunal eclesiástico, estaba en total contradicción con los principios evangélicos. El libro, en contraste con la obra de Llorente, que se dirigía a los lectores europeos, pretendía reeducar directamente a los españoles, en la convicción de que la Inquisición constituía un lastre histórico. Puigblanch se centraba en la crítica razonada de los procedimientos inquisitoriales que atentaban contra los derechos ciudadanos y constataba que el Santo Oficio sólo había servido para legitimar el despotismo monárquico y que, desde luego, impedía el progreso científico. La obra de Puigblanch se editaría en inglés en 1816 y en alemán en 1817. Su autor sería diputado por Cataluña en las Cortes del Trienio Liberal. Tuvo que volver a exiliarse ante el retorno absolutista en 1823, de nuevo marchando a Inglaterra, donde moriría en 1840. Como arquetipo del liberal desgarrado y radical, se llevó mal con casi todo el mundo, no sólo con los conservadores (especialmente con el Filósofo Rancio, el padre Alvarado), sino con los propios liberales, sobre todo con el valenciano Joaquín Lorenzo Villanueva. Menéndez Pelayo llamó a Puigblanch: “Maldiciente, pedante indigesto pero bueno, aunque caprichoso gramático... hombre de extraña catadura y avinagrado genio, estudiantón petulante, algo orientalista”. En la misma línea crítica lo juzgó desde la otra orilla ideológica Bartolomé José Gallardo: “Personaje alto, seco, cogitabundo, filólogo y aún cronólogo consumado y gramático escrupulizante”. Hablaron bien de él pocos intelectuales. Cabe citar entre ellos a Antillón y Foronda.

Contra su odiado Lorenzo Villanueva, Puigblanch escribió Opúsculos gramáticos-satíricos. Villanueva era el clásico intelectual ilustrado, vinculado a la Corte de Carlos IV, que se había reconvertido al liberalismo en el marco de la transición política del siglo XVIII al XIX. Puigblanch, en cambio, era un catalán con sensibilidad postforalista o prefederalista (llegó a propugnar una federación de pueblos ibéricos) y que sólo pudo gozar de la cercanía del poder en el Trienio Liberal. Apasionado por la gramática y el léxico, colaboró en la traducción al catalán del Nuevo Testamento que se editaría en 1835 por parte de Prat Colom e intentó conjugar la defensa de la lengua catalana (influyó en la obra de Ballot de Apología del Catalán) con el interés extraordinario por la cultura castellana en la que le encantó impregnarse de las lecturas de El Quijote en la misma medida que le fascinaron la revuelta de las Comunidades de los Padilla, Bravo y Maldonado como referentes de sus sueños liberales. Misógino y católico por encima de todo, más allá de sus críticas a la Inquisición, fue el clásico liberal romántico, radical, reñido hasta con su sombra, desubicado históricamente en el marco de la transición de dos mundos ideológicamente contrapuestos (el Antiguo y el Nuevo Régimen) y con la ansiedad añadida de conjugar la tradición catalana y la España castellana. Un fracasado.