La investidura exprés de Jordi Turull era una jugada desesperada, legítima y legal de unos dirigentes independentistas acorralados por la severidad judicial del Tribunal Supremo y por sus propios errores de hace cinco meses. Si la CUP hubiera transigido en su desconfianza radical hacia cualquiera que no levante la bandera de la república fantasma, la maniobra habría prosperado y el juez Llarena se habría enfrentado esta mañana al presidente de la Generalitat investido a la espera del nombramiento del Rey, que difícilmente podría haberse negado a firmar dado que sus actos no responden a su voluntad política sino a una obligación legal.
El bendito Estado de derecho tiene estas cosas, ofrece margen a unos y a otros. La mayoría del Parlament tenía ayer todo el derecho a investir a Turull, al margen de su idoneidad como futuro procesado y tal vez encarcelado; y al juez Llarena difícilmente le habría temblado la maza si hubiera creído necesario decretar el ingreso en prisión de un presidente de la Generalitat. Las dos decisiones legales y discutibles nos habrían instalado en un escenario de alto voltaje político e institucional, el buscado por un independentismo que ha decidido que la peor de las alternativas es la rendición, entendida esta como la aceptación de las limitaciones impuestas por la doctrina Llarena.
Increíblemente, JxC y ERC no tenían atada la colaboración de la CUP para crear un escenario de enfrentamiento frontal con el Estado, destinado a la exportación de imágenes susceptibles de impactar en la conciencia democrática de las naciones europeas. Se precipitaron al vacío y chocaron con la coherencia de los antisistema catalanes que tal vez no vayan a hacer tambalear al Estado pero sí que están en condiciones de torpedear a la derecha independentista. No es el primer fracaso de los actuales dirigentes de la mayoría parlamentaria, su improvisación es manifiesta y su predisposición a precipitarse es redundante, arrastrando por tercera vez al ridículo al presidente del Parlament, quien, siempre obediente a las indicaciones de su partido, ha acabado convocando un pleno de investidura con un aspirante que no tenía acreditada la mayoría exigible.
Habrá que ver si a partir de ahora se impone el sector independentista partidario de elegir a un presidente posible, o sea autonómico, o se mantiene la estrategia de mantener viva la tensión con el Estado y se fuerzan unos nuevos comicios
Tras el fiasco de ayer, hoy toca tsunami. El Tribunal Supremo va a procesar al diputado y candidato a la presidencia Jordi Turull, así como a otros cinco diputados, y tal vez decrete prisión provisional y suspensión de sus cargos públicos. Ya nada será igual. No habrá ningún presidente de la Generalitat en la cárcel pero el TS diezmará a los dirigentes que obtuvieron la mayoría electoral y no podrán investir a su candidato, porque de cumplirse las expectativas judiciales, no podrán asistir a la segunda vuelta de una investidura abortada por el juez Llarena.
El reloj para llegar a la repetición de las elecciones está en marcha. Este es el único aspecto positivo de la desangelada sesión parlamentaria de ayer. Habrá que ver si a partir de ahora se impone el sector independentista partidario de elegir a un presidente posible, o sea autonómico, o se mantiene la estrategia de mantener viva la tensión con el Estado y se fuerzan unos nuevos comicios. A estas alturas, una nueva campaña electoral parece la alternativa más previsible para levantar el alicaído estado de ánimo del soberanismo, aunque esto implique un desdén manifiesto por la urgente recuperación del gobierno y las instituciones intervenidas por el artículo 155. Seguramente, interpretarán que la renuncia a la elección inmediata de un presidente, como así quiere el presidente del Gobierno español y de la Generalitat en funciones, es la única desobediencia a mano.