La presencia y el discurso de Manuel Valls en la manifestación del día 18 de marzo tienen una gran importancia. Me pregunto qué no dirían los nacionalistas si hubieran conseguido que un anterior jefe de gobierno en Francia hubiera participado con entusiasmo en un acto en que se pidiese la independencia de Cataluña. Probablemente lo habrían presentado como una victoria definitiva de su causa; y tendrían razones para apuntarse el éxito.
Pero eso no ha pasado y, además, no es posible que pase. Manuel Valls habló contra el nacionalismo (ojo, contra el nacionalismo, no contra el separatismo o el independentismo; sino directamente contra el nacionalismo) con una claridad que sería difícil encontrar en un líder español. Su frase “este nacionalismo es la guerra” debería retumbar en los oídos y en las cabezas de muchos que han contemporizado o aún contemporizan con el nacionalismo o buscan ese oxímoron, el “nacionalista moderado”.
Y habló como francés que tiene sus orígenes en España, habló como un político afectado por el terrorismo que había golpeado antes a París que a Barcelona y habló sobre todo como europeo. Y esto es importante.
Porque Manuel Valls aúna en él circunstancias que le convierten en un personaje con una proyección especial: nacido en Barcelona se hizo francés y ejerce como tal, pero sin perder de vista que Francia tiene una dimensión que resulta imprescindible, la europea. Y en esa dimensión europea empatiza con los problemas que aparecen en otros países, tal como ha mostrado especialmente con su implicación en la defensa de la continuidad de Cataluña en España.
Y Valls era un socialista europeo que ya no se declara socialista. Y esto es también significativo.
Las dudas de la socialdemocracia generan desconfianza y abren la puerta al populismo y al nacionalismo
La globalización está detrás de las crisis que nos han golpeado en los últimos lustros. Una crisis que ha llenado de desconfianza a amplias capas de la población. Frente a esta desconfianza caben dos vías: o bien pretender que cambiándolo todo, todo se resolverá, que es el camino por el que deambulan populistas y nacionalistas; o defender que el sistema institucional de libertades y democracia del que disponemos desde hace décadas ha de ser mantenido y reforzado, lo que implicará probablemente reformas, pero no el cuestionamiento de sus principios esenciales. Quienes sigan esta segunda vía sostendrán que será precisamente a través de las instituciones democráticas y, en particular, en el seno de la Unión Europea, como podremos afrontar los desafíos actuales.
Algunos socialistas, en Cataluña, en España y en otros lugares, han mostrado ciertas dudas ante estos caminos que se bifurcan: ¿populismo o democracia parlamentaria? ¿europeísmo o nacionalismo?
Valls tiene claro qué sendero no ha de tomarse. Y como él, seguramente, muchas personas que desean un poder público fuerte, unos servicios de calidad, un robusto sistema de libertades y la garantía de que nadie será dejado en la estacada si en este mundo global y despiadado le sale cruz en vez de cara. Personas que, sin embargo, rechazan con contundencia las tentaciones nacionalistas y populistas. Personas, por tanto, que se adscribirían a lo que llamábamos socialdemocracia.
Lo que llamábamos socialdemocracia y que ahora muchos dudan que esté encarnado en partidos socialistas que parecen mirar desconcertados un mundo que no entienden y al que hay que mirar de frente y con convicción, tal como parece hacerlo Manuel Valls.