Ahora que la mayoría de partidarios de la independencia de Cataluña entiende ya que el trabajo apoyado en hipótesis falsas acaba irremediablemente en el fracaso, y que los mitos nublan la recta comprensión de la realidad, quizás ha llegado el momento de analizar las propiedades tan poco comunes de las fibras de la tela de araña que tercamente ha segregado el nacionalismo catalán.

En una primera instancia, fue necesario transformar el catalanismo de antaño en una lógica política, en una manera de pensar acerca de la política, y elaborar un lenguaje donde se concebía a la gente normal y corriente como un noble grupo que no estaba estrictamente vinculado a las leyes constitucionales: a sus adversarios, calificados como “unionistas” o “españolistas”, convenía juzgarlos con desprecio como un grupo ajeno, interesado y antidemócrata. El paso siguiente consistió en extender la ilusión de que la vida acontecía como algo fácil y sobrado, sin limitaciones trágicas y que, por consiguiente, no existía ningún obstáculo para adquirir una hacedera sensación de dominio y triunfo e implantar, entre la masa, la convicción que el nacionalista era un hombre venido a la vida para llevar a cabo lo que le diera la gana, sin miramientos, como una criatura mimada de la Historia que se ahorrase contar con los demás y poner en tela de juicio las opiniones manufacturadas desde el poder nacionalista.

Más cerca de las artes adivinatorias de las brujas o de las lectoras de tarot, a la muchedumbre nacionalista le pareció inútil u ocioso interpretar o adivinar qué era lo que el gran timonel de turno quería decir con lo que decía; no le importó que los políticos nacionalistas nunca dijeran lo que decían que decían, que se tuviera que descifrar lo que dijeron en realidad por lo que no dijeron o, peor, por lo que decían que no dijeron; y se escapa a la razón que, aun sabiendo de antemano que se edificaba una realidad que no era la que parecía, una buena parte del nacionalismo no quisiese liberarse de la equivocación que el espejismo producía. No parecía que les concerniera que el PDeCAT, ERC y CUP jugaran con la mente de los ciudadanos por puro placer, como si fueran niños que no debiesen enterarse de lo que hacían los adultos, que no supieran dar una respuesta certera a nada, que ocultaran sus intenciones como si fuera parte de una conspiración inmutable. No habían leído Ortega y Gasset, y desconocían que “de querer ser a creer que se es ya, va la distancia de lo trágico a lo cómico. Este es el paso entre la sublimidad y la ridiculez”.

Constituye un deber recordar que la araña que tejió esta tela tan perniciosa tiene un nombre y un apellido, Jordi Pujol

Ahora que los prófugos de la justicia, los presos preventivos, los que disfrutan de una libertad bajo fianza, han podido comprobar que la tela de araña de emociones, instintos y pasiones que quisieron extender a lo largo de la región no era demasiado ligera ni tan dura como el acero, sería conveniente no olvidar quién, cuándo y por qué la tejió. De confirmarse la veracidad de una “nota informativa” hallada en la documentación que los Mossos d’Esquadra pretendían incinerar, el proceso “independentista” arrancó a partir de dos reuniones. En la primera, celebrada el 25 de noviembre de 2011 --cinco días después de que el PP ganara las elecciones--, asistió la cúpula dirigente de CDC; en la segunda, a finales de diciembre, ya se contó con la presencia de tres hijos de Jordi Pujol. España estaba en un momento de máxima debilidad y el cerco a la familia Pujol se iba estrechando.  

Es lícito que la atención del público se centre ahora en las sandeces y majaderías ególatras de Puigdemont para luchar contra su destino y salvarse de la rendición de cuentas ante los tribunales. O que se fije en los esfuerzos de Junqueras y los otros presos para creer que no es verosímil, en el mundo civilizado, la tragedia efectiva que les ha caído en suerte. Pero como la voluntad nacionalista es que la noticia pase de primera plana a interiores y posteriormente al olvido, constituye un deber recordar que la araña que tejió esta tela tan perniciosa tiene un nombre y un apellido, Jordi Pujol.