"Si la minva dels naixements continués amb el mateix ritme que ha portat des de 1906 fins ara, en 1980 els catalans ya no tindrien fills", con estas palabras el demógrafo Josep Antoni Vandellós expresaba en 1935 su preocupación por lo que denominaba la posible esterilización de la "raça catalana". Admitía que, desde mediados del siglo XIX hasta 1930, la cuarta parte de los habitantes no habían nacido en Cataluña, de ahí que existiese entre los catalanes “cert malestar”. Nadie cuestionaba que esa mano de obra barata fuera indispensable para mantener el crecimiento económico, pero sí les inquietaba el futuro inmediato del “patrimoni espiritual del nostre poble”. El mestizaje podía dar resultados dudosos “entre un conjunt ètnic com el nostre, aparentment ben conservat i alimentat més que suficientment, i un altre como el murciano-almerià, que no es pot negar que presenta una depauperació física”.
Durante la II República, las élites catalanistas dudaron entre si se debía asumir una inevitable descatalanización o renunciar a la hegemonía industrial. En la línea de la Alemania nazi y de la Italia fascista, Vandellós propuso al Gobierno autónomo de Companys que regulase la inmigración y seleccionase a qué individuos se les podía permitir entrar. Tras el triunfo militar en 1939 de los sublevados, el racismo demográfico del catalanismo republicano se metamorfoseó en una operación de control y limpieza aplicada por el catalanismo franquista. Aunque hubo que esperar a comienzos de los años cincuenta para que las élites llevaran a la práctica la propuesta del demógrafo ampurdanés, por entonces exiliado en tierras americanas.
Deportaciones de inmigrantes
Ignorantes, inmorales, mendigos, delincuentes, etc. toda una serie de acusaciones se difundieron, desde púlpitos y desde tribunas de prensa, sobre los inmigrantes venidos de otras partes de España. Un clima de animadversión social que facilitó la puesta en marcha de duras medidas con las que pudieron decidir quiénes se quedaban y quiénes debían ser expulsados. Se justifica, además, por el grave problema que suponía la carestía y escasez de viviendas para su alojamiento.
La solución más rápida y expeditiva se empezó a ejecutar a partir del 4 de octubre de 1952, cuando el gobernador civil de Barcelona publicó una circular en la que se regulaba como se debían realizar las deportaciones de inmigrantes sin trabajo. Los ayuntamientos eran los primeros que debían actuar, deteniendo y clasificando a todos aquellos que mendigaban o no podían acreditar contrato de trabajo y domicilio. Una vez clasificados se enviaban al Pabellón de las Misiones, donde se internaban hasta el momento de la “evacuación”, cuyo coste corría a cargo del ayuntamiento. El pabellón se había construido en Montjuïc para la Exposición Universal de 1929, en la Guerra Civil se había convertido en checa y después de 1939 en cárcel provisional, hasta que en 1944 el ayuntamiento le dio otro uso como centro de clasificación de indigentes.
A partir de octubre de 1952, las estaciones de tren de Barcelona y de las principales poblaciones cercanas estuvieron permanentemente vigiladas por la policía armada y por agentes municipales del Servicio de Evacuación. Ese era, en principio, el primer filtro que debía pasar cualquier inmigrante que viniese en los trenes procedentes de Andalucía vía Valencia. Las deportaciones se produjeron entre 1952 y 1957, y según las cifras aportadas por Jaume V. Aroca, autor de un excelente estudio sobre esta inmigración del silencio, fueron unos 15.000 los que tuvieron que retornar a sus pueblos de origen.
Una cuestión de clase
Las deportaciones eran conocidas por todos, de ahí que los inmigrantes que venían sin contrato y sin domicilio buscasen la manera de burlar los controles, fuese apeándose del tren en marcha o en paradas anteriores a su llegada a la Estación de Francia. Temidas eran las subidas al tren de la policía armada a partir de Valencia. Saltos por las ventanillas, huidas de vagón en vagón, escondites en maletas, etc. escenas de miedos y tensiones en un viaje que se hacía tan angustioso como esperanzador cuando entraba en Cataluña.
Fue el desarrollismo franquista, impulsado por miembros de la élite catalana, el que dejó en papel mojado las leyes de Urgencia Social aprobadas en 1957, con las que las expulsiones se debían haber aplicado también en el resto de grandes centros urbanos de España. La expansión económica de las zonas más industrializadas del norte dignificó, paradójicamente, a los inmigrantes del sur. Al menos, a partir de ese momento, pasaron de ser considerados unos sospechosos e inmorales delincuentes a convertirse en mano de obra, aunque fuese barata y sin una vivienda digna. Ciertamente, el episodio de las deportaciones no se produjo por prejuicios identitarios sino por una cuestión de clase. Por una razón o por otra, no queda nada de aquel ignominioso Pabellón, derribado en 1967. Como denunció Aroca, ni siquiera una diminuta placa “evoca el triste drama que se desarrolló entre sus paredes”. El lugar del Pabellón de las Misiones es otro símbolo de la injusticia y del sufrimiento que tantos tuvieron que padecer durante el franquismo, en aquella Cataluña de ricos y riquillos, de pobres y pobrecillos.