Si no fuese por Italia, un país siempre al borde del caos, los españoles no tendríamos nada con lo que consolarnos ante la patética escena política nacional. Bueno, sí, nos quedan Hungría y Polonia, que son de traca, pero nos caen muy lejos y no tenemos mucho en común con sus habitantes, mientras que los italianos son tan parecidos a nosotros que a veces da miedo. La principal diferencia radica en que, a nosotros, unamunianos todos, nos duele España, mientras que a ellos Italia les da risa. Mientras nosotros nos lo tomamos todo a la tremenda, los italianos siempre consiguen convertir la tragedia en farsa y el llanto en risa. La ópera, una de sus principales exportaciones culturales, no deja de ser un amago de sufrimiento y de trascendencia en el que lo importante son los hits de Verdi o Puccini. La ópera italiana es un antecedente digno de los horrorosos musicales de Broadway, pues las canciones son mejores, pero solo es una simulación de sentimientos auténticos. Si uno quiere encontrar trascendencia de la buena en la ópera, debe recurrir a Wagner, padre del arte total para algunos y un aburrimiento sideral para quien esto firma, ya que no entiendo las letras y me abruma la música (salvo si se usa para bombardear al Vietcong, como hizo Francis Ford Coppola en Apocalypse Now).
Publico este texto el día en que los italianos votan para tener un nuevo gobierno. Las opciones son todas infectas, como en España, pero mucho más disparatadas, como corresponde a un país que ha hecho del espectáculo y la fanfarria su razón de ser. Observarlas desde nuestra grisalla deprimente es bueno para la autoestima, pues cualquier otro país al que miremos conseguirá descorazonarnos: hemos llegado a un punto en el que admiramos a políticos de derechas como Macron y Merkel, a los que veinte años atrás habríamos considerado unos reaccionarios, mientras que ahora nos parecen dos de las personas más cabales del panorama político europeo.
Mientras la política española es una tragedia, la italiana parece más bien una comedia o una ópera bufa
Mientras la política española es una tragedia, la italiana parece más bien una comedia o una ópera bufa. Miras a los candidatos y solo faltan la mujer barbuda y el enano forzudo, pues los payasos han acudido a la cita como un solo hombre. El único político mínimamente normal, Matteo Renzi, no le hace gracia a nadie, así que la cosa se dirime entre los amigos de Berlusconi --entre los que brillan con luz propia los de la Liga y los neo fascistas-- y los alumnos de Beppe Grillo, simpático cantamañanas al que ahora esconde el sector, digamos, serio de su partido de las estrellas.
Que Silvio Berlusconi siga dando guerra es algo que hasta en España es inimaginable: nuestros mangantes, tarde o temprano, acaban en el trullo o adoptan un perfil bajo hasta desaparecer. En Italia, Berlusconi sigue siendo un divo en el que muchos confían para seguir trincando o para prosperar. Con su pelo planchado (o pintado sobre la calva, no sé), su rostro cien veces retocado en el quirófano y esa pinta general de ser su propia figura de cera en movimiento, Silvio se ha pasado por el forro todas las leyes de su país, sigue suelto y triunfal y no me extrañaría que hubiese recaído en el bunga bunga. ¿Cómo se atreve a seguir en el candelero? Pues porque sabe que conserva una legión de fans que lo adora, siendo, como es, el más claro precedente de Donald Trump.
Espero con ansia el estreno de la película de Paolo Sorrentino sobre Berlusconi: las fotos de Toni Servillo caracterizado como Il Cavaliere prometen. Con un material humano así se puede hacer una gran tragicomedia. Y ahí sí que los italianos nos pasan la mano por la cara. A ver quién se atreve aquí a plantear una biopic de un muermo como Mariano Rajoy: lamentablemente, no basta con ser corrupto para resultar entretenido.