Carles Puigdemont no tiene vocación de símbolo, lo ha dicho ahora que los suyos le quieren convertir en iconografía de la mitad de Cataluña. El presidente de la Generalitat cesado por el 155 también cree que, si el Parlament no le quiere como president, pues dejará de serlo. En realidad, hace meses que no lo es, salvo para el legitimismo militante, pero es justo en el momento que su mayoría en la cámara catalana está dispuesta a homenajearlo como presidente imposible cuando él se descuelga rechazando el pedestal.
Los reconocimientos alegóricos son en política como entierros solemnes, te dicen lo mucho que te quieren, te cubren de elogios pero te mandan al hoyo, en su caso, a la presidencia de una entidad privada de lujo republicano desde la que gesticular políticamente cuanto quiera, siempre y cuando los medios de comunicación sigan interesados en su figura.
A Puigdemont el homenaje se lo rinden los de su candidatura, los de su partido y los socios de gobierno pasado y futuro; nadie quiere expiar por más tiempo los errores del expresidente de la Generalitat en tiempos de la desobediencia. Lo han retrasado dos meses para no desairarlo, pero al final han aceptado la evidencia del primer minuto: no se puede gobernar desde Bruselas y él no ha estado nunca dispuesto a regresar para asumir el riesgo de la prisión preventiva y abrir una remota posibilidad a que los jueces le autorizaran la investidura. Al menos a Mas le enseñaron la puerta los de la CUP y eso siempre luce en un expediente de gentes de orden: víctima de los antisistema. Paradójicamente, los diputados de la CUP parecen ser ahora los más apenados por este ataque de realidad que ellos interpretan como un retorno a la autonomía, como si alguna vez se hubiera salido de ella.
Nadie quiere expiar por más tiempo los errores del expresidente de la Generalitat en tiempos de la desobediencia
Haría bien Puigdemont en renunciar a convertirse en icono de un fracaso. Porqué la simbología que puede proyectar no es ni muy brillante, ni unánime, ni fácil de argumentar. Su presidencia será recordada por el intento frustrado de proclamar un Estado catalán, de haber lanzado a la calle a las bases independentistas, retrocediendo él y su gobierno sin preaviso a los movilizados en cuanto se dieron cuenta del poder del Estado y del peligro explícito de la desobediencia. Claro que, cuando su media Cataluña se refiere a su carácter simbólico, no se refiere a este bagaje.
Para la mayoría del Parlament, Puigdemont personifica el mérito de haber forzado al Estado a enseñar su peor cara, la de la represión policial, la intransigencia, el recurso fácil a la prisión preventiva y la amenaza penal con delitos exorbitados para muchos juristas. También representa la fuerza electoral consolidada por el independentismo. Sin embargo, esta estatua relumbrante del exiliado perseguido por España tiene los pies de barro. Hasta ahora nadie con un mínimo de poder real en Europa y en el mundo ha aceptado la tesis de que el Estado español no se corresponda con un Estado de derecho homologable, plagado de déficits y tics autoritarios, pero homologado por sus iguales. Y así no hay manera de ser emblema de nada.
El fantasma del Parlament proclamando la desaparición del Estado de derecho en Cataluña da mucho más miedo a los gobiernos europeos que la imagen terrible de la policía española aporreando a inocentes votantes en una jornada de movilización democrática. Eso es así, para bien y para mal.
Haría bien Puigdemont en renunciar a convertirse en icono de un fracaso. Porqué la simbología que puede proyectar no es ni muy brillante, ni unánime, ni fácil de argumentar
Puigdemont hace bien en rechazar convertirse en efigie de una legitimidad discutible y contestada como mínimo por la mitad (la otra) de los catalanes, a menos que esté dispuesto a asumir las contradicciones a las que ha sucumbido durante su mandato al frente del independentismo, las pésimas consecuencias que sus decisiones han tenido para el país y la desorientación creada en sus propias filas con su huida a Bruselas para evitar la cárcel.
Pero es muy lógico sospechar que todo es una pose para que dejen de llamarle símbolo y le reconozcan como líder indiscutible del combate por la independencia. Y aunque no fuera simplemente una treta para crear mala conciencia a los suyos, hay que hacerse también a la idea de que la prudencia representada ayer será difícil de sostener cuando le cubran de elogios para justificar su propuesta de seguir adelante sin él, eso sí, tras auparle a la presidencia de una entidad privada donde guardar el recuerdo de una república soñada.