El acto de observar dice más del observador que del observado. Luego no es extraño que, en media Europa, el desplante de Colau a Felipe VI sea calificado de sectarismo, humanismo de sobremesa y bajeza de miras. El besamanos no es una señal de vasallaje sino de educación; su ámbito no pertenece al manual de urbanidad sino al altar del respeto institucional.
Llevados por una lógica intelectualista y austera, los republicanos le niegan la mayor a la Corona. A pesar de ser una líder política con gancho social, Ada Colau es la viva expresión de lo que los expertos llaman el desorden emocional-populista, una muestra de la sociedad de las sensaciones que espectaculariza los desacuerdos apoyada indirectamente por los medios que la corean (TV3, Catalunya Ràdio, Ara o El Punt Avui, entre otros ejes ). Hoy, las pequeñas tensiones cuentan con una inesperada capacidad aglutinante; se convierten en alerta permanente. Esas pequeñas tensiones es lo que trataron de poner de manifiesto algunos cargos de la Generalitat --más allá del plantón del primer día contra el supuesto vasallaje denunciado por la alcaldesa-- durante la primera jornada del MWC, el pasado lunes. Y lo consiguieron. Los grandes de la telefonía han tratado de comprobar que los catalanes y su Estado, aun discrepando, son capaces de construir. Pero nuestros políticos les arrojan a la cara la discrepancia irresoluble.
Los grandes de la telefonía han tratado de comprobar que los catalanes y su Estado, aun discrepando, son capaces de construir. Pero nuestros políticos les arrojan a la cara la discrepancia irresoluble
Lo que tal vez no percibieron estos funcionarios del ruido es que la sensación de inestabilidad y mal humor en el stand de Cataluña se ha posado en la memoria de los organizadores del MWC. El boicot al Estado instala la desconfianza en el mercado global, cuya mano invisible puede haber decidido ya la negra suerte de Barcelona, aunque la oficialización no se producirá hasta dentro de un tiempo. Es la prevalencia del observador sobre el observado, citada al principio de este artículo. Lo que importa es lo que ven quienes te analizan. O dicho en clave metafórica: "El ojo que tú ves no es ojo porque tú lo veas, es ojo porque él te ve", escribió Machado (Proverbios y cantares).
Para los líderes soberanistas, el Pueblo catalán, argamasa falsamente uniforme, le exige al Rey que pida perdón por la intervención policial del 1-O. Instalados en el instinto de Pueblo, los nacional-populistas discriminan, cuando de lo que se trata es de integrar ciudadanos en proyectos comunes. El nacionalismo tiene su propia moral; Oriol Junqueras y Marta Rovira, al hablar empacho de lo buenas personas que son, nos lo refriegan para excitar nuestra mala conciencia, cuando su caridad (basada en un falso supremacismo) no respeta al otro. Pues ya es la hora de devolverles la prevalencia de la ética sobre la moral particular: "Frente a las morales de cada cultura, la Ética favorece una moral transcultural”, escribe José Antonio Marina, en Despertad al diplodocus (Ariel).
La politesse rige la política. La elegancia institucional es una forma honorable de vida, frente a la declaración del resentimiento que, una vez esgrimido, resulta irreparable. La tensión institucional que ha generado el soberanismo en respuesta a los aparatos del Estado (el judicial y el monopolio de la violencia) no puede recaer sobre el monarca porque él es el árbitro de la división de poderes. Al rey de nuestra monarquía parlamentaria le debemos un rodeo, un disimulo y, en muchas ocasiones, disimular no es una forma de falsificar la verdad sino de "respetar su pudor", en palabras de Claudio Magris. El profesor triestino habla de la custodia de la discreción en diferentes facetas de la vida, un argumento que encaja con la idea de respetar al jefe del Estado si, en alguna de sus atribuciones, el mismo Estado comete un fallo por abultado que sea. Atacar al Rey para responder a un exceso de Interior es confundir el cráter del problema con el clima.
Negar el besamanos a Felipe VI es como si en los Juegos del 92 no hubiésemos querido a Juan Carlos I en la tribuna y a Felipe en la bandera
Estos chicos de los comuns, que hablan de Gramsci sin haberlo leído, sorprenden acotando su radio de acción en su extremo más impropio; se alejan del problema en vez de hacerle frente; sus salidas de tono se apoyan en textos sagrados de la izquierda, pero no resultan ni concomitantes ni cercanas al marxismo clásico recluido en los museos de historia. Si tanto les cuesta aceptar las imperfecciones del mercado global que pongan en marcha su Deus ex machina antisistema. A fuerza de promesas incumplibles, mandan en ciudades como Barcelona en las que quieren imponer el valor de uso de la arquitectura, el arte y la política. Son hijos de Le Corbusier y del principio Less is more (menos es más) de Mies van der Rohe, pero les resulta imposible acomodar la modernidad de lo ligero a la formación de precios, según sus principios de justicia social. El asalto turístico, los pisos patera, la espiral de precios del alquiler o la brecha social entre la difusión cultural de la Barcelona del arte contemporáneo y las vanguardias de plaza dura son expresiones diseminadas de la actual complejidad. Todas ellas expresan nuevos desequilibrios que el municipalismo ya no puede resolver.
A la Barcelona actual la socorre la fuerza de la patria. Barcelona y Cataluña fueron una unidad para el Noucentisme, pero se separaron el día que Pujol se cargó el Área Metropolitana. En la muerte de la Catalunya-ciutat germina el soberanismo. De ahí que la actual gestión municipal desconozca las reglas y se entregue al matonismo de los comités de defensa de la república (CDR).
Negar el besamanos a Felipe VI es como si en los Juegos del 92 no hubiésemos querido a Juan Carlos I en la tribuna y a Felipe en la bandera. Entonces nos mantuvimos unidos, incluso en el momento en que Maragall nombró a Lluís Companys, presidente fusilado en 1940 en el Castillo de Montjuïc a pocos metros del Estadi Olímpic. Aquel alcalde no se escondió. Ada y sus amigos, sí; flotan confundidos en la faltriquera de patriotas disolventes que solo aman el destello de lo propio.