El dominico valenciano Jaime Bleda fue un conocido partidario del exterminio de los moriscos, sus argumentos justificaron la expulsión de esta minoría de cristianos de origen musulmán a partir de 1609. Para este clérigo fanático los moriscos eran infieles, herejes y apóstatas, todos eran lo mismo. Fuese por ferocidad teológica --como lo calificó Henry Ch. Lea-- o por estrategia política --como ha apuntado Isabelle Poutrin--, lo cierto es que el discurso de Bleda ha quedado para la historia como un modelo de racismo y de intransigencia.
Esta defensio fidei es una constante desde la época medieval que ha tomado diversas formas en función de factores políticos y sociales diferentes. En cada uno de esos contextos siempre aparece un personaje como administrador de la verdad de su comunidad. Estos ideólogos, habitualmente de bajo calado intelectual, suelen ser pensadores temerarios que, amparados por el poder, incitan al odio y a la persecución del diferente o del inferior. Su primer y principal objetivo es construir una imagen de unicidad de su enemigo mediante abundante citas de nombres y grupos. Se trata de abrumar al militante fiel, sea oyente o lector, para desactivarle cualquier duda respecto sobre quién sigue siendo el enemigo y cuáles son sus perniciosos fundamentos ideológicos y sus manipuladores medios de difusión.
En la Cataluña del procés uno de los personajes que ejecuta sin complejo este apostolado es Agustí Colomines, profesor de historia contemporánea y estudioso durante algún tiempo del catalanismo. Fue discípulo de Josep Benet y le hizo de secretario cuando era estudiante de historia, para serlo después de Josep Termes, su padrino universitario. Sus colegas califican su tesis doctoral, El catalanisme i l'Estat, como un ejemplo de estudio con poca investigación, redactada en base a los discursos parlamentarios en las Cortes sobre temas diversos (zona franca del puerto de Barcelona, primer intento de estatuto de autonomía, etc.), pero con mucha voluntad de polemizar con los que sitúa como "enemigos" en la historiografía catalana y española, los herederos del soleturismo, reproduciendo así la fobia de Benet.
No se debe confundir la limitada trayectoria como historiador de Agustí Colomines, con apenas reconocimiento en la academia, con su fructífera labor como comisario político y propagandista del régimen pujolista
No se debe confundir su limitada trayectoria como historiador, con apenas reconocimiento en la academia, con su fructífera labor como comisario político y propagandista del régimen pujolista. Sus prolongados servicios han sido premiados hasta alcanzar importantes cotas de poder: director de la Escola d'Administració Pública de Catalunya y asesor espiritual de Puigdemont y su corte.
Obsesionado con señalar a sus adversarios como peligrosos enemigos políticos de la nación catalana, Colomines ha destacado como columnista en diversos medios, en su mayoría subvencionados por sus compañeros de filas. Una de sus últimas homilías ha sido un alucinógeno retrato del llamado unionismo bajo el título de "Yo soy español, español, español...". Escrito con técnicas inquisitoriales, Colomines vierte atropelladamente todo lo que dice saber --o imaginar-- sobre ese movimiento que en la práctica es un invento discursivo del soberanismo. La falacia es tan enorme que, con el fin de dotar de de líderes a ese unionismo, elabora una relación desordenada de políticos, periodistas e intelectuales de dispares ideologías pero con un único punto en común: no estar a favor de la independencia.
En su delirio unificador, Colomines funde las manifestaciones antindependentistas del 8 y del 29 de octubre en una sola, mezclando en el escenario los oradores, justificando torticeramente --caso de Borrell-- su presencia en el escenario, para concluir que fue "una manifestación étnica" (sic). No hay duda, su fijación con esas masivas manifestaciones antiprocés demuestra que éstas han sido un torpedo en la línea de flotación del movimiento soberanista.
Aún más, en su propaganda reduccionista confunde catalanismo con independentismo, y no comprende lo que significa libertad de expresión ni por supuesto separación de poderes, por muy débil que ésta parezca en ocasiones. Ferocidad teológica y estrategia política, el máximo pontífice del independentismo caudillista continúa fiel a la tradición más fanática del fundamentalismo identitario: apuntar para que otros disparen mientras sentencia que todos son uno.