Pedir recuperar la prudencia y la cordura al procés, el sentido de la realidad, a día de hoy parece ya fuera de lugar. La razón hace tiempo que mudó de país. La estrategia de retarse entre las facciones independentistas e ir doblando la apuesta les ha llevado a que la salida sea prácticamente imposible. La vigencia del 155, más que algo meramente circunstancial, puede convertirse en un instrumento de bastante más recorrido y duración del que se había planteado. El soberanismo se encuentra ahora atrapado en una lógica infernal, en la cual Puigdemont es el factor incontrolable e imprevisible que les atenaza. No hará un paso al costado para poder normalizar la situación política en Cataluña y que la mayoría de sus diputados lleve a puerto el difícil y contradictorio encaje de erigir un gobierno de independentistas, pero para hacer política autonómica. Hace tiempo que el expresidente habita en una realidad paralela en la que lo fundamental es, en nombre de la legitimidad, poder mantenerse en la política y llevar a cabo el histórico papel que cree tener encomendado. Ni ERC ni el PDeCAT lo van a desautorizar públicamente --aún menos una ya casi irrelevante CUP-- porque nadie quiere pasar por ser el rupturista y traidor del movimiento y aún menos perder el soporte electoral del cúmulo de jubilados con lazo amarillo movilizados que, cuanto más extravagante resultan las salidas de tono del exiliado belga, más lo idolatran.
No sabemos qué nos deparan las próximas semanas o meses, pero lo que tenemos asegurado es que no haremos sino profundizar en un cúmulo de despropósitos que van liquidando la credibilidad del país, agotando a los ciudadanos que no participan de la fiesta y generando una factura de costes económicos y sociales que se tendrá que pagar a lo largo, como mínimo, de varias generaciones. Nada resulta tan placentero y estimulante como instalarse en la inconsciencia. El problema principal, en mi opinión, no es cómo volver a establecer puentes y rehacer encajes políticos catalano-españoles cuando se termine esta kermesse heroica, sino como se restablece un clima razonable de convivencia en una sociedad catalana a la que se ha ido desguazando su estabilidad y cohesión de manera frívola. También, cómo se recupera la credibilidad de unas instituciones de autogobierno que han perdido toda seriedad y legitimidad a base de saltarse el Estado de derecho, llamar a la desobediencia y hacer todo tipo de exhibiciones entre grotescas y pueriles. Resultará difícil suplir unas clases dirigentes de la sociedad catalana que han distado mucho de estar a la altura de la serenidad, templanza y moderación que la dinámica crecientemente enloquecida requería.
A pesar de los eslóganes y el relato hegemónico construido desde el independentismo, el reto de la república catalana no va de "democracia", sino de configurar un nuevo sistema de poder y ocuparlo
A pesar de la actuación notoriamente torpe del Gobierno Rajoy, primero por omisión y luego por acción desmesurada, ni vivimos en el franquismo ni estamos faltos de libertad de expresión. Afortunadamente. Pero, a pesar de los eslóganes y el relato hegemónico construido desde el independentismo, el reto de la república catalana no va de "democracia", sino de configurar un nuevo sistema de poder y ocuparlo. Hay en el fondo poca ideología y sí un mal disimulado cúmulo de intereses. La composición sociológica del actual movimiento independentista no deja de ser curiosa y bastante elocuente. Esta es una movilización mayormente de clases medias y acomodadas a las que la crisis económica desplazó de su zona de confort y del voto a CiU, para escuchar los cantos de sirena de aquellos que les prometían poder acceder a las nuevas seguridades y oportunidades que les había de proporcionar la constitución de un nuevo Estado lleno de cargos, plazas de funcionarios, negocios y honores para repartirse.
El perfil predominante de los movilizados por las entidades que se atribuyen ser la sociedad civil, son bastante representativas de esta Cataluña acomodada, temporalmente transmutada en rebelde. Los de la CUP no dejan de ser los hijos de los primeros, con una radicalidad que tiene más que ver con frustraciones generacionales y profesionales, que en una apuesta realmente social y de clase. El redundante "seguim!" del que continúan haciendo gala Puigdemont y los suyos resulta una quimera, pero también resulta una amenaza.