Vivimos tiempos de posverdad, ese concepto que se creó para describir cómo los hechos objetivos están dejando de ser importantes para muchos de nuestros queridos ciudadanos los cuales prefieren aceptar las mentiras, rumores y medias verdades antes que una realidad que desmiente las opiniones, creencias y emociones personales (y comunitarias). Esta noción de posverdad es la adaptación a los tiempos posmodernos actuales a lo que siempre se entendió por propaganda, esa práctica que se perfeccionó tanto en el Imperio Romano y que desde entonces siempre ha existido hasta llegar a ser el principal mecanismo para formar la opinión pública bajo el yugo del comunismo, del nazismo y del fascismo en la primera parte del siglo XX.

Los romanos, que fueron, quizá, los primeros en practicar y convertir casi en religión el relativismo moral, ya demostraron en boca de Poncio Pilatos, cuando preguntó a Jesucristo "Quid est veritas" (¿Qué es la verdad?), que cada uno habla de la feria como le va en ella, es decir, que cuando notamos que la realidad contradice nuestras creencias elegimos manipular la realidad y adaptarla a nuestra visión del mundo. Esto lo definió el psicólogo social Leon Festinger como "disonanacia cognitiva", una expresión que se puede traducir como la capacidad innata del ser humano a autoengañarse.

Pues bien, nuestra posmodernidad --que se ha definido desde finales de los años 1970 como el periodo del fin de los grandes relatos ideológicos, la fragmentación social y la individualización en una sociedad consumista-- con la globalización y el surgimiento de internet y, posteriormente, la explosión de las redes sociales en nuestras sociedades complejas, ha visto aparecer un espacio paralelo a la misma realidad: la hiperrealidad (o realidad virtual), que sumada a una borrachera de emotividad y sensacionalismo ha sido el caldo de cultivo del ascenso del nuevo populismo --otro viejo concepto-- que ha dado figuras como Silvio Berlusconi, Donald Trump o Nigel Farage, y ha derivado en fenómenos como el Brexit. La desafección de los ciudadanos hacia la vieja política, en parte como consecuencia de la crisis económica de 2008, ha contribuido a la aparición del fenómeno de la posverdad, o lo que es lo mismo, de preferir aquello que nos parece aparentemente verdad a la misma verdad en sí.

 

La desafección de los ciudadanos hacia la vieja política, en parte como consecuencia de la crisis económica de 2008, ha contribuido a la aparición del fenómeno de la posverdad

 

No es nuevo vivir rodeado de rumores, mentiras y medias verdades, aunque parece ser que lo preferimos a aceptar la verdad de los hechos objetivos. Lo novedoso es que esto se dé en la época de la historia de la humanidad con más, mayor y más rápido acceso a la información. En esta nueva realidad, el periodismo, ese cuarto poder --según la imagen romántica del oficio-- que tendría que elaborar información verídica para que los ciudadanos formaran sus opiniones libres, corre el riesgo de convertirse en mera propaganda, relaciones públicas para ocultar la verdad, en correa de transmisión del poder y los poderes.

El poco afortunado exentrenador del Barça Tata Martino teorizó mejor que nadie sobre el periodismo que se está haciendo en España cuando en una rueda de prensa habló de "periodismo de camiseta". Periodistas que se convierten en opinadores, tertulianos chillones, vendedores de falsas exclusivas, fabricantes de humo, inventores de rumores, defensores fanáticos de los colores de su equipo en vez de analistas y narradores honestos de la realidad.

Sin la posverdad, millones de británicos no se hubieran creído todas las mentiras sobre el sí al Brexit, Trump no habría llegado a la presidencia ni muchos españoles hubieran creído durante años que los atentados del 11-M fueron obra de ETA y no de Al Qaeda. El periodismo de camiseta es aquel que se comporta como el aficionado de un equipo de fútbol que ve penalti donde el aficionado rival no lo ve aunque diez imágenes de televisión dejen clarísimo que sí que lo hubo, y como una catedral.

Tampoco el procés en Cataluña se entendería sin ese periodismo de camiseta, sin la victoria de la posverdad en parte de la prensa de Madrid y Barcelona. Cuando el diario ABC publicó aquella portada el 12 de septiembre de 1993 con el titular "Igual que Franco, pero al revés: persecución del castellano en Cataluña", sembró la duda que con los años se ha convertido en posverdad aceptada por muchos españoles: la gran mentira que el castellano está en peligro en Cataluña. El procés también ha dado momentos de gloria para la posverdad, lo que ha permitido que tantos catalanes se creyeran y se autoengañaran que se estaba a punto de proclamar la República catalana porque había estructuras de Estado, apoyo internacional y suficiente dinero para pagar las pensiones, sueldos de funcionarios y hasta un helado por catalán al día siguiente como nuevos ciudadanos de esa Dinamarca del Sur.

 

El procés no se entendería sin el periodismo de camiseta, sin la victoria de la posverdad en parte de la prensa de Madrid y Barcelona

 

El filósofo francés Jean Baudrillard escribió un libro sobre la "sociedad del simulacro" tras las mentiras que millones de norteamericanos se creyeron del gobierno Bush padre para legitimar la primera Guerra del Golfo: La Guerra del Golfo no ha tenido lugar (1991). Pensábamos que una sociedad tan transparente e hipercomunicada sería el preámbulo para tener unas democracias más saludables. Y por el contrario, nos estamos encontrando con unas sociedades --solo hace falta mirar el ascenso del populismo de extrema derecha en Austria, Suiza, Francia, Holanda, Finlandia, Polonia, Hungría...-- más polarizadas y sectarias.

Democracias de camiseta, de ciudadanos convertidos en hooligans capaces de creer a mentirosos compulsivos y a salvapatrias. Volvemos a creer en los vendedores de crecepelo porque estamos dispuestos a autoengañarnos con la idea de que recuperaremos la cabellera.

En ese tipo de contexto social, político y económico siempre triunfaron los dictadores y las dictaduras. Por eso que la posverdad es un síntoma de que nuestras democracias abiertas posmodernas corren peligro en esta edad del autoengaño.