Una invasión lenta, pacífica y total, así calificó Paco Candel la llegada masiva de inmigrantes a (casi) todos los rincones de Cataluña a mediados del siglo XX: “El altre català, como un colonizador a la inversa”. El principal problema con el que se topó el escritor barcelonés fue cómo llamar a los arribados en masa durante aquellos años, ¿invasores o colonos? Ante esa tesitura Candel encontró la denominación en 1963 y la normalizó en 1969, cuando publicó el folleto L’altre català en la exitosa colección Dolça Catalunya de la Editorial Mateu, junto a obritas como Els pagesos de Josep Pla, El ciutadà de Avelí Artís, La dona catalana de Maria Aurèlia Capmany, El fabricant de Ignasi Agustí, El senyor Esteve de Domènec Guansé, Els còmics de Terenci Moix, Els traballadors de Carme Alcalde o, entre otros, el Hi ha més catalans encara de Joan Fuster. En ninguno de los grupos anteriores tenían cabida los inmigrantes. Candel recordó que él había sido quien consiguió darles un nombre digno: “La definición altres catalans fue la panacea, por decirlo así, lo que sirvió de moderador en el conflicto”. ¿Un conflicto en pleno franquismo?
En aquella sociedad catalana, la idílica Dolça Catalunya, los inmigrantes eran necesarios pero también, y sobre todo, eran un estorbo. El problema más visible que habían creado era el de la vivienda. En un informe del Ayuntamiento de Barcelona de 1949, Carlos Trías hizo público que había en la ciudad 5.577 barracas en las que vivían 26.081 personas. Esas eran cifras oficiales, las oficiosas del mismo consistorio superaban los 60.000 inmigrantes que vivían en pésimas condiciones en el denominado “cinturón troglodita y barraqueril de Barcelona”. Así fue calificado ese espacio en un artículo publicado por Solidaridad Nacional el 7 de septiembre de 1949. En él se incluía un plano sobre las barracas y cuevas que estrechaban “el casco urbano en un abrazo sofocante y repulsivo”, un mapa que había sido elaborado por encargo de Emilio Compte Pi, concejal barcelonés encargado de la “represión de barracas”. En dicho artículo se daba cuenta de la progresiva destrucción de las barracas y se advertía de la paulatina ocupación de cuevas por “trogloditas”: “Gentes que provienen de los poblados subterráneos que abundan en las provincias de Jaén, Murcia y Granada”. La solución al problema --decía Compte Pi-- no estaba en los policías sino en los arquitectos. Así era, pues las barracas y las cuevas estaban ocupadas por una ingente mano de obra barata, imprescindible para mantener el desarrollismo de la Cataluña franquista.
El proceso de reubicación de los inmigrantes fue lento, cuando unos salían para irse como realquilados otros entraban en las cuevas o en las barracas que seguían aumentando, hasta que en los años sesenta ya superaban las 11.000. En Montjuïc el barraquismo alcanzó tales proporciones que se levantó un muro de cuatro kilómetros para tapar esa gran vergüenza a la ciudad. Así lo contó en su libro La Verdad de Montjuich (1962) el médico falangista Fernando Maldonado: “Cual serpiente pestilente y agresivo lomo, erizado de cortantes vidrios, separa el parque de las barracas, como símbolo limítrofe entre la barbarie y la civilización y que pasará a la historia local con el nombre de Muro Infamante”.
El negocio de ilustres familias catalanas
Fue a comienzos de los años sesenta cuando entraron de pleno en la especulación inmobiliaria ilustres familias catalanas vinculadas al régimen, y otras tantas más modestas --élites locales de procedencia agraria-- que acumularon pingües fortunas vendiendo tierras de labor cercanas a Barcelona, Sabadell, Terrassa, etc. El resultado de este gran negocio apoyado por los poderes municipales, regional y nacional fue que los inmigrantes terminaron por asentarse en guetos suburbiales: “Hay, en estas colmenas humanas --constató Candel--, escasa relación con lo que es el país catalán y con sus naturales. Viven de espaldas a la ciudad. Y lo que es más triste: sus habitantes tienen la absoluta certeza de su escasa influencia en la vida social del país. No cuentan para nada. Todo se lleva a cabo por encima de ellos. No se vacila en colocar industrias nocivas, molestas y engorrosas en su vecindad, vertederos de basura y lo que sea”.
Esa Cataluña en la que sobrevivieron miles de inmigrantes era, en palabras de Candel, “un mar de mierda”, aunque la censura le obligase a corregir este escatológico título de 1972 por “mar de hierba”. En éste, como en todos los ámbitos, el catalanismo franquista siempre tuvo la última palabra. Sería al régimen pujolista al que le correspondió ocultar ese pasado xenófobo, administrando la memoria y el olvido de un período clave para comprender el crecimiento económico, el pluralismo político y la diversidad cultural de la Cataluña actual.