La realidad no es monolítica, sino vacilante. Igual que la vida. Del resultado de las elecciones en Cataluña se han escrito estos días una cosa y también su contraria. Es lo que suele ocurrir cuando las incertidumbres son superiores a las certezas. Lo asombroso es que muchos de los que hace unos meses elogiaban a Rajoy por aplicar de forma suave el artículo 155 de la Constitución lo censuran ahora por haber convocado las elecciones en caliente, con las heridas del encontronazo entre trenes aún abiertas. ¿Había acaso otra opción? El presidente del Gobierno no nos inspira entusiasmo, pero si hubiera dilatado en el tiempo la convocatoria electoral del 21D se habría argumentado --especialmente por parte de Cs y del PSOE, que también son responsables directos de esta decisión-- que dejaba a Cataluña sin instituciones políticas propias de manera indefinida, con el riesgo que tal precedente suponía.
Lo cierto de este relato --de terror-- es que quienes dejaron a Cataluña sin autogobierno fueron los independentistas, cuya alegría por su victoria en escaños --que no en votos, y en ningún caso moral-- no se entiende si tenemos en cuenta que lo que habían proclamado, sin respeto a las minorías, fue una república con menos entidad jurídica que el recibo de un bar. En Madrid algunos están hundidos tras certificar la rocosa resistencia electoral de los soberanistas. No han entendido nada: una sociedad excesivamente dependiente del poder político, y Cataluña lo es tras las largas décadas de pujolismo, igual que sucede en Andalucía después de lustros de peronismo rociero, no vota en contra del viento, aunque el vendaval de la razón señale justo en la dirección contraria. Muchos seres humanos son así.
Lo trascendente es que el problema catalán, que básicamente es un egoísmo transmitido desde las élites nacionalistas a las capas más humildes de la sociedad, se ha enquistado
Despejadas las dudas, que eran relativas, el escenario político catalán replica sin excesivos cambios de fondo la arquitectura parlamentaria que inició el prusés, aunque para darle dinamismo a la cosa esta vez tengamos como novedad la subtrama de las peripecias de Puigdemont en Bruselas. Lo grave no es que el soberanismo haya conseguido, sumando sus distintas listas, otra hegemonía parlamentaria. Lo trascendente es que el problema catalán, que básicamente es un egoísmo transmitido desde las élites nacionalistas a las capas más humildes de la sociedad, se ha enquistado, embarrando el sendero de una España que continúa sin resolver sus problemas --sociales-- y que queda atrapada en un bucle que parece no tener fin.
La victoria de Cs, la lista más votada pero sin opciones de gobernar, no ha sido suficiente. Tanto el PP como el PSC han sido orillados. El hundimiento de Albiol era previsible. El fracaso de Iceta, en cambio, demuestra que en esta batalla ya no existen las posiciones moderadas. Hay dos bandos. El electorado se ha repartido entre ambos extremos, de los cuales sólo uno de ellos es políticamente extremista. Los votos se han polarizado, frustrando una hipotética tercera vía capaz de reconducir el circo. El término medio ha fracasado. Eso es lo más alarmante de la encrucijada catalana: la división social, igual que las raíces de un árbol salvaje, ha destrozado las aceras de la convivencia, las únicas que pueden ser el soporte de una patria compartida, se llame como se llame. Cataluña hace suya la política de banderías que ha llevado a España en sucesivas ocasiones históricas al desastre. No hay motivos para pensar que en su caso vaya a producirse una excepción.
El fracaso de Iceta demuestra que en esta batalla ya no existen las posiciones moderadas. Hay dos bandos
Tendremos que seguir viviendo entre la manipulación interesada y los malentendidos. Los soberanistas creen que han ratificado su independencia, pero el marco legal se circunscribe al de unas elecciones autonómicas. Sus deseos no alteran esta realidad jurídica. Conviene recordárselo. Los constitucionalistas que piensen que han ganado también yerran. Avanzar no es triunfar. El independentismo no ha logrado la emancipación que pregona aunque vaya a dominar el Parlament regional, cuya mayoría, se articule de una manera u otra, no está ahora más legitimada que antes para quebrar el orden constitucional sin que actúen los tribunales. Si se repite la sedición, habrá una nueva intervención. Y así estaremos hasta el infinito. Tanto la vía unilateral como la negacionista son callejones sin salida.
Los catalanes han dicho quiénes quieren que les gobiernen. La autonomía volverá, aunque las cosas no serán exactamente igual. Si se prolonga la espiral nacionalista el coste desde el punto de vista económico y social puede terminar dándole la vuelta a la situación. No sé qué es más peligroso para los independentistas: si seguir en España o pensar que quizás en la próxima ocasión no tengan tanta fortuna. La guerra no ha terminado. Y los problemas de Cataluña, igual que los de España, no se solucionan con utopías, sino gestionando realidades ciertas. Los nacionalistas pueden interpretar, si quieren, el resultado del 21D como un acto de orgullo en favor de una identidad mancillada. No es cierto, pero son libres de escoger sus mentiras. Más difícil se antoja que piensen de verdad que esto les da carta blanca para hacer saltar por los aires el marco constitucional, que sólo podrá alterarse el día que votemos todos los españoles. Las urnas se abrieron y las aceras se han roto, pero nadie podrá transitar por las calles si no encontramos la forma de pavimentarlas.