Hay un hecho, quizá anecdótico, pero que explica más que otros la fractura de la sociedad catalana. Inés Arrimadas ganó el jueves las elecciones autonómicas catalanas, con 1,1 millones de votos y 37 diputados (un aumento de 365.000 sufragios y 12 escaños), pero nadie del bando independentista la felicitó por la victoria, si exceptuamos una leve referencia de Marta Rovira, la número dos de ERC. Es evidente que Arrimadas no podrá gobernar, pero qué lejos queda esta imagen del 2003 cuando se formó el tripartito entre el PSC, ERC e Iniciativa per Catalunya (ICV) y desde las filas de la entonces vencedora en votos y en escaños CiU se empezó a hablar de que iba a gobernar Cataluña una “coalición de perdedores”.
Solo hace falta echar un vistazo al mapa de Cataluña para observar que el triunfo de Ciutadans (Cs) tiene una potencia impresionante. El partido naranja no solo ha ganado en Barcelona y en toda su área metropolitana, incluido Sant Vicenç dels Horts, el pueblo de Oriol Junqueras, y se ha impuesto en las diez ciudades más pobladas, sino que ha quedado por delante también en Figueres, el pueblo de Santi Vila; en Parets del Vallès, el pueblo de Jordi Turull; en Cambrils, el pueblo de Josep Lluís Carod-Rovira, y en Lleida capital, donde su alianza con el alcalde socialista Àngel Ros había desatado un ataque frontal desde los medios independentistas.
Esta implantación puede ser coyuntural, favorecida por el voto identitario, porque en las últimas elecciones generales Cs quedó sexta en Cataluña cuando ya era la primera fuerza de la oposición en el Parlament, pero el bloque independentista se equivocará mucho si desprecia ese resultado, una muestra de la polarización social, que ha crecido en estas elecciones y de ahí que Ciutadans, que en algunos casos es más radical que el PP, haya capitalizado el voto antinacionalista catalán.
Pese a las buenas intenciones de algunos gurús del procés, que reclaman una moderación en la hoja de ruta hacia la independencia, los discursos de los dirigentes siguen cayendo en los mismos errores que les llevaron al fracaso
En el bloque independentista, la sorpresa ha sido el sorpasso de Junts per Catalunya (JxCat) a ERC, favorita en todas las encuestas, pero no tanto la consolidación de ese espacio en los dos millones de votos y en el 47,5% (con un leve descenso de tres decimas), ya que antes el nacionalismo y ahora el independentismo se mueven en torno a ese tanto por ciento desde hace 18 años. JxCat y ERC han crecido en cuatro escaños y en 240.000 sufragios, lo que puede indicar, además de la influencia de la mayor participación y del descenso de la CUP, que es falsa la idea de que juntos suman, como ya se vio también en el 2015, cuando Junts per Sí bajó 9 escaños en relación con los obtenidos por los dos partidos en el 2012.
Sea como sea, el éxito de la resistencia del independentismo es indudable, y no puede ser despachado, como hizo Mariano Rajoy el viernes, con una estadística de resultados que remarcaba un descenso en los porcentajes de voto y en escaños desde el 2010, acompañada de las mismas declaraciones inmovilistas de los últimos años en las que ofrece un diálogo sin concreción alguna, como no sea la (lógica) del cumplimiento de la ley.
¿Qué va a hacer el independentismo con esa mayoría de 70 escaños incluyendo los cuatro de la CUP? Su ventaja es que ahora no necesitan los votos de los anticapitalistas para la investidura --bastaría su abstención en la segunda vuelta--, pero ya han comenzado a aparecer las primeras discrepancias. ERC quiere a la CUP en el Govern mientras que el PDeCAT no lo desea. ¿Pero pinta algo el PDeCAT, desaparecido en la campaña y en la lista confeccionada personalmente por Carles Puigdemont desde Bruselas? ¿Qué opina el expresident? Si hacemos caso a las insinuaciones en su conferencia de prensa del viernes en la capital belga parece que se inclinaría por no pactar con la CUP y abrirse incluso a Catalunya en Comú, que ya ha rechazado cualquier alianza con Puigdemont y ha anunciado su voto contrario en la investidura.
¿Qué va hacer Puigdemont? ¿Volver para ir a la cárcel? ¿Dirigir el Govern desde Bruselas si la mayoría cambia el reglamento del Parlament para que pueda ser investido a distancia?
Puigdemont, de todas formas, es imprevisible y su actuación desde el exilio se parece más a la de un trabucaire que a la de un político responsable. Aunque algunos analistas han querido ver un tono más moderado en sus soflamas, no dejó de hablar de la derrota de la Monarquía del 155, de considerar el 21D como una segunda vuelta del referéndum ilegal del 1-O, de asegurar que la República ya está proclamada, de pedir la retirada de “la policía que Rajoy ha enviado a Cataluña” y de denunciar “la represión policial” y la “delirante represión penal”. Marta Rovira, mientras tanto, sigue insistiendo en que hay que “construir la República” porque los electores les han dado a los independentistas un “mandato democrático” para ello.
Pese a las buenas intenciones de algunos gurús del procés, que reclaman una moderación en la hoja de ruta hacia la independencia, los discursos de los dirigentes siguen cayendo en los mismos errores que les llevaron al fracaso. Ni hay República ni hay mandato democrático que no sea solo para gobernar la autonomía y recuperar el autogobierno.
Y después queda la gran incógnita de qué va hacer Puigdemont. ¿Volver para ir a la cárcel? ¿Dirigir el Govern desde Bruselas si la mayoría cambia el reglamento del Parlament para que pueda ser investido a distancia? ¿Renunciar para que corra la lista y sea investido otro candidato de JxCat? Seguramente la insistencia ahora desde ERC en la necesidad de que se restituya el Govern legítimo no tiene otra intención que la de forzar a Puigdemont a decidirse. Esta es, sin duda, la gran incógnita y la gran decisión que indicará por dónde va a caminar la reedición de este proceso interminable.