El concierto vasco, la envidia del nacionalismo catalán
El privilegiado modelo fiscal de Euskadi demuestra que el verdadero nacionalismo pragmático ha sido el vasco y no el catalán
17 diciembre, 2017 00:00En pleno debate sobre el concierto económico y el cupo vasco conviene echar mano de la historia para comprender las raíces de la excepcionalidad vasconavarra que establece la propia Constitución de 1978. Digamos de entrada que el problema vasco no ha radicado históricamente en debatir sobre el hecho diferencial (permanente eje del nacionalismo catalán) sino en la gestión de su propia excepcionalidad convicta y confesa. A lo largo de la época moderna, los vascos se creyeron los mejores españoles y el casticismo español encontró su quintaesencia en la identidad vasca. Los fueros vascos en los que se mezclaban ancestrales costumbres reconvertidas en derechos históricos, con leyendas e invenciones, sirvieron para fabricar la imagen de un pueblo vasco que se situaba, como escribió Juaristi, en la cúspide del sistema de castas racista hispano. Los vascos serían ante todo indómitos españoles descendientes de Túbal, con conexión bíblica garantizada, cristianos viejos, nobles y limpios de sangre. Los viejos derechos históricos que implicaban exenciones militares y fiscales, fueron confirmados por Felipe V por la fidelidad vasca en la Guerra de Sucesión. Lo contrario que los catalanes, que en 1716 vieron desaparecer sus fueros (como en 1707 los aragoneses y los valencianos) por su beligerancia antiborbónica.
La Guerra de la Convención (1793-1794) y la Guerra de la Independencia (1808-1814) pusieron a prueba la fidelidad vasca a la monarquía española. La corta experiencia desde 1810 a 1813 en la que Napoléon separó a las provincias vascas y navarras de la jurisdicción del rey de España (su propio hermano) y las adscribió a Francia, convenció definitivamente a los vascos de que sus intereses estaban en España. La monarquía española podría garantizar mejor la continuidad de sus privilegios que la francesa. El liberalismo español del XIX chocaría con el fuerismo. Godoy le encargó a Juan Antonio Llorente, el historiador de la Inquisición, que le escribiera todo el argumentario histórico de las leyendas y falsedades que contenían los fueros históricos. Se desató el gran debate histórico y lingüístico que liquidaron las guerras carlistas. En este marco, los vascos rentabilizaron espléndidamente su papel de oasis conservador entre tanta revolución: orden, tradición, reformismo moderado, prevención ante la modernidad, valores útiles, en definitiva, para la monarquía. El nacionalismo de Estado podía conjugarse con el identitarismo vasco y su bucle melancólico. Después de la Tercera Guerra Carlista, Cánovas del Castillo, un malagueño conservador, con el sueño unitarista nacional a cuestas (decía: "Todo aquello que signifique desigualdad entre un español y un español está determinado a sucumbir por obra del tiempo y de la Providencia") decidió acabar con los fueros en 1876.
El pragmatismo vasco
Hubo una situación de tensión con no pocos rasgamientos de vestiduras. Desde el liberalismo se construyó una imagen despectiva de la simplicidad y el aldeanismo vasco. El fuerismo más radical se deslizaría, años más tarde, hacia el resentimiento antiespañol de Sabino Arana. En 1878 el propio Cánovas intentaría relajar la situación creando un sistema financiero que se llamó concierto, según el cual eran los propios vascos los que se encargaban de cobrar sus impuestos con la obligación de pagar un cupo a la Hacienda estatal. Una fórmula que comenzó siendo transaccional y experimental y que se ha mantenido curiosamente a lo largo del tiempo. En el franquismo, Guipúzcoa y Álava perdieron este sistema fiscal pero lo mantuvieron Álava y Navarra. La constitución de 1978 revalidó el principio de la singularidad fiscal de las provincias vascas y navarras cuyo debate parece haberse reabierto ahora por enésima vez. No entraré yo en el análisis económico del mismo ni en la eterna asignatura pendiente de la financiación autonómica. Simplemente quiero subrayar, aquí y ahora, la capacidad vasca para saber situarse siempre en su peculiar excepcionalidad. De ser lo mejor de España a ser la excepción de la normalidad española. Siempre desde la conciencia del privilegio. Y eso lo ha sabido hacer frente al nacionalismo catalán, tan cultivador de la mirada comparativa, de la diferencia por la diferencia. Los vascos se han ahorrado el debate comparativo. Son los mejores y punto. Los catalanes no han superado la dialéctica entre el narcicismo y el victimismo con el ojo siempre puesto en Madrid.
Los nacionalistas vascos han andado históricamente, felizmente, a su manera. Se dejaron querer por el federalismo pimargalliano, convencidos siempre de su asimetría. Jugaron, cuando les convino, la baza de la Galeusca, la triple alianza nacionalista con catalanes y gallegos, ya desde 1923 pero sin especial entusiasmo. No participaron en el pacto prorrepublicano de San Sebastián de agosto de 1930. Siguieron su propio modelo ideológico (libertad religiosa, conservadurismo social...) que no tenía nada que ver con el del poder republicano estatal. El lehendakari José Antonio Aguirre, pese a vivir en Barcelona desde junio de 1937 a enero de 1939, tuvo siempre vuelo propio incluso en su exilio. Fueron poco entusiastas con la Constitución de 1978 y asumieron el terrorismo etarra que intentó dinamitar el proceso de la Transición política a la democracia, como un problema coyuntural, convencidos de que al final lo rentabilizarían. Han podido salir de los años de hierro sin apenas actos de contrición... y ahora, el actual lehendakari Urkullu se erige en mediador entre el Gobierno central y el irreductible Puigdemont y hasta se permite sugerir que el concierto vasco puede servir de referencia a todas las comunidades autónomas respecto a su financiación.
Decididamente, ser vasco ha constituido y sigue constituyendo en sí mismo un privilegio envidiable. Poca retórica y pragmatismo a raudales. ¿Quién dijo que los catalanes eran pragmáticos?