Las campañas electorales son el paraíso de la exageración, la frase altisonante y las pompas de jabón. La actual es tan simple, acabar con el procés o reeditar el invento con otro nombre, que sería enormemente aburrida de no ser por el candidato de Bruselas; sus intervenciones son deliciosamente confusas, hasta el punto de hacernos olvidar que hay colegas suyos en la cárcel por haber participado de su mismo sueño. Las palabras electorales de Carles Puigdemont van dirigidas al corazón del electorado de ERC y, según los sondeos, incluso podrían ser eficaces para evitar la victoria de los republicanos. Es sorprendente que alguien pueda creerse los vaticinios del presidente cesado; viniendo de dónde venimos, tampoco debería sorprendernos.

Dice Puigdemont: si la aspiración que sale de las urnas es una república independiente, el Gobierno español deberá reconocerla. Y remata: si ganamos, deberán librarnos de las causas judiciales para tomar posesión de nuestros cargos. El carácter taumatúrgico de las elecciones no puede despreciarse por completo porque alguna vez ha sucedido que unos resultados electorales desencadenaron un proceso político de consecuencias mucho más profundas a las previsibles en el momento de la convocatoria. Podría ser, sin embargo, resulta inimaginable. 

El mundo de Puigdemont es el de los prodigios. Erró al confundir al Estado español con una maquinaria destartalada, sobrevaloró la predisposición a la desobediencia de sus seguidores e ignoró la determinación de los catalanes contrarios a la secesión y ahora se confunde sobre el sentido y la fuerza de la victoria electoral en unas elecciones autonómicas. Si hubiera escuchado alguna vez con atención al ex primer ministro de Escocia Alex Salmond, sería más prudente. Los cien años necesarios para la consolidación de la idea independentista vaticinados por el líder escocés son una metáfora de la reiteración de victorias electorales imprescindibles para cargarse de razón ante la comunidad internacional a la hora de exigir un referéndum.

El día 22 estaremos donde estábamos: nada de lo vivido en estos últimos años parece haber servido para nada

La pretensión de convertir una mayoría parlamentaria (la segunda en dos años) en un argumento definitivo para que el Estado reconozca automáticamente la República catalana parece una aspiración irreal, escasamente escocesa, fuera de toda lógica. El día 22 estaremos donde estábamos: sin modificación constitucional no puede haber ni reconocimiento de una república ilegal, ni negociación para su implementación ni tan solo posibilidad de una convocatoria de un referéndum pactado y vinculante sobre la materia. La única votación que podría abrir las puertas a todo esto, o al menos a una consulta, sería la propia de un referéndum constitucional, que no es el caso del 21D. El clamoroso silencio de la mayoría de países a la iniciativa secesionista del Parlament y el rechazo explícito de los Estados más poderosos e influyentes, comenzando por los de la Unión Europea, no parecen haber hecho mella en el discurso engañoso del candidato de JxC. 

La segunda expectativa es más extraordinaria todavía. El Tribunal Supremo debería cerrar sus investigaciones y retirar las acusaciones de desobediencia, malversación, conspiración y rebelión en función de los resultados electorales. Esta sería a juicio de Puigdemont la prueba del algodón de la voluntad democrática del Estado, la manera de reconocer el dictamen de las urnas. Es cierto que la independencia judicial no es la virtud más sobresaliente en España según las clasificaciones internacionales del asunto, sin embargo, la exigencia implica en ella misma un desprecio total a dicha independencia, inaceptable para cualquier gobierno de un Estado de derecho.

Nada de lo vivido en estos últimos años parece haber servido para nada. Puigdemont sigue montado a lomos de Fujur, el dragón volador, alargando su historia interminable hasta más allá de lo sostenible en la realidad. Y lo peor. No puede entenderse con Mariano Rajoy porque el líder del PP está en otro cuento, más bien en un episodio nacional galdosiano, enrolado en la fragata de guerra Numancia, como si hubiera un combate que librar.