Entre los fenómenos curiosos que ha aportado la política en estos tiempos relativamente convulsos, relativamente disparatados, está el llanto de sus señorías. Y no puede decirse que dé gusto verlo. Salvo en casos de muerte de algún allegado o si se produce alguna catástrofe masiva, llorar no es, en política, un espectáculo decoroso.
Últimamente se habla mucho de heroísmo, y del miedo que nos tiene el adversario, y del mucho más miedo que le vamos a causar con nuestros audaces movimientos. Se citan frases y máximas heroicas extraídas de los discursos de Winston Churchill, “pelearemos en las playas, no nos rendiremos jamás”, etcétera, y se inauguran monumentos provincianos a su memoria. Con esto se pasa de matute el mensaje de que “nosotros” somos los británicos durante la Segunda Guerra Mundial, “keep calm”, mientras que “ellos” son los nazis invasores.
Se amenaza al enemigo, se burla uno de él, se le advierte de que le vamos a rapar las barbas y acabará en prisión, pero a la hora de la verdad, al menor momento de crisis, ante la primera contrariedad... se prorrumpe en llanto. Y ese llanto infantil de unos líderes que se presentaban como dueños de una voluntad invencible, y de una capacidad de sacrificio propia de los mártires cristianos, produce entre los adversarios sorpresa e incomodidad; ya que, preparados como estaban para una lucha dialéctica más o menos bronca y trapacera, se ven enfrentados a los brazos caídos de la llantina sentimental y autocompasiva, y cuando la llorona es una mujer, por un atavismo difícil de superar, el atacante se siente desarmado y compasivo.
Las lágrimas en estos casos tienen que ver con una herida en el narcisismo, como la semana próxima procuraré analizar en los llantos de Oriol Junqueras, de Marta Rovira y de Ada Colau. Hoy me detengo a observar las lágrimas de Irene Montero en el Congreso de los diputados, en una jornada del pasado mes de junio del corriente año.
El portavoz del PP, Rafael Hernando, acababa de lanzar una pulla contra Pablo Iglesias, y de pasada, disfrazada de elogio, otra pulla contra su conmilitante y novia Irene Montero, a cuenta de la relación que ambos mantenían --relación política, pero se sobreentendía: y erótica--.
Salvo en casos de muerte de algún allegado o si se produce alguna catástrofe masiva, llorar no es, en política, un espectáculo decoroso, y tienen que ver con una herida en el narcisismo
Montero era conocida por sus exaltadas ráfagas de anatemas contra los jerarcas del PP --“dueños del cortijo”, ladrones de España, elitistas, mediocres cuyo tiempo se ha acabado”, etcétera--. Pero a la primera ironía sobre el romance que sostenía con su jefe, lloró. Lloró de frustración e impotencia como una doncella medieval cuya honra acaba de ser violada por un bárbaro mogol de aliento pestilente a carne cruda y ajos.
¿Tan humillante había sido el agravio de Hernando, que no pudiera montero encajarlo con risueña deportividad, o con displicencia? No. Sucede que aquí entraron en juego otras magnitudes psicológicas, como la repulsión que los ultraizquierdistas como ella sienten hacia los peperos, y sobre todo, como el narcisismo de quienes se consideran ungidos de toda honradez, abanderados de la justicia, portavoces de los derechos de los pobres.
El lírico ensueño kitsch, la adorable imagen de sí misma como abnegada redentora del pueblo desvalido, fue mancillada horriblemente por el torpedo dialéctico de Hernando que la reducía a verse en un espejo menos favorecedor: el de la advenediza que ha ascendido en el partido porque se acuesta con su jefe. Ante esa representación de sí misma tan poco favorecedora, Montero, como se ve en las imágenes de aquella jornada, primero intenta sonreír como si escuchase un divertido disparate, pero en seguida es superada por la ofensa y se echa a llorar.
Y al llorar, desdichadamente, confirma el estereotipo de débil mujer, sentimental y desvalida, del que precisamente quisiera alejarse con sus furibundos discursos y el feminismo paritario del que su formación se reclama. Para colmo de males, su jefe y novio se sintió obligado a salir a defenderla con otro discursito, en un movimiento paternalista que les acabó de hundir.
Esas lágrimas que la defensora de los ofendidos y humillados, la portavoz de los desahuciados, la justiciera de los desempleados, se permitió verter por la alusión a su romance, suscitan serias dudas sobre su valía como parlamentaria y como feminista, y no revelan una sensibilidad extrema a flor de piel, sino que denuncian el narcisismo descomunal que late tras su habitual combatividad justiciera. Narcisismo que está en el meollo de los grandes problemas de la política actual, como me propongo ir mostrando.