Peculiaridad del escenario político español --que explica en parte que no se pudiera formar Gobierno tras penúltimas elecciones generales o las dificultades que habrá para formar Govern en Cataluña-- es esa alianza, más o menos variable en intensidad, pero permanente en el tiempo, entre el nacionalismo identitario y los partidos que se dicen de izquierdas, la izquierda digamos institucionalizada. Hay quien busca la razón de esta anomalía en la histórica lucha común frente al franquismo de nacionalistas y progresistas; sin embargo, abstracción hecha de que tanto el PNV como el catalanismo burgués coquetearon con el franquismo e incluso lo apoyaron, lo cierto es que la verdadera oposición a Franco la desempeñó casi toda el PCE, con lo que aquella coartada se antoja espuria.
La razón real por la que desde Podemos al PSOE pasando por el PSC o el PSE se acogen en mayor o menor medida planteamientos que postulan la desigualdad entre españoles por razón de su vecindad (defendiendo privilegios en financiación o fiscalidad que encontrarían su legitimación en cuestiones como la existencia de una lengua autóctona, que promueven precisamente superponiéndola a la lengua común para exacerbar la diferencia), hay que buscarla en un error de concepto promovido y contagiado por el nacionalismo periférico: tanto Podemos como el PSOE, el PSC o el PSE creen que la antítesis de todo nacionalista catalán o vasco es siempre un nacionalista español, y que en la síntesis entre uno y otro estaría la postura correcta o ecuánime, el virtuoso punto medio, equidistante y atractivo para el votante común.
La antítesis de un nacionalista catalán o vasco no es un nacionalista español, sino ese sujeto que cree en la república basada en la igualdad de derechos entre sus ciudadanos
Ejemplos de ese anhelo equidistante en la izquierda oficial hay muchos; recordemos a esos líderes que, al tiempo que reivindicaban derechos para los territorios diferenciando españoles, hacían mítines bajo una gran bandera española (Iceta y Pedro Sánchez en la últimas generales), o que los se dicen "patriotas" (Iglesias) pero al día siguiente niegan en una manifestación en la calle la legitimidad del Tribunal Constitucional (Iglesias, Iceta, Colau, Montilla) o afirman infamantemente que los tribunales españoles persiguen personas por sus ideas a las órdenes del Gobierno (!) o que en España hay presos políticos (Iglesias, Colau).
Ninguno reconoce que nacionalismo periférico y español comparten la misma tesis, la identitaria, y que la antítesis de un nacionalista catalán o vasco no es un nacionalista español, sino ese sujeto que cree en la república basada en la igualdad de derechos entre sus ciudadanos, donde no pueda haber discriminación alguna por razón de lengua, vecindad, religión, raza o etnia, y que ni la historia de la región en la que vive ni ninguna otra circunstancia accesoria de la persona puede amparar diferencias de trato. Los derechos corresponden al ciudadano, no a los territorios, ni a las lenguas ni a las generaciones que vivieron en ellos en los siglos pasados. Y es que el nacionalista no concibe otro adversario que otro nacionalista; ya lo dijo Mas: “Todo el mundo es nacionalista”.
Es por eso que, cuando alguien defiende en el foro la república de ciudadanos iguales, desde el nacionalismo vasco o catalán, o desde la izquierda que con ellos contemporiza, se le califica de “facha”, “franquista”, o, a lo más, conceden que se trata de un “españolista de izquierdas”, como quien dice que, efectivamente, hay criaturas con pico y pelo, como el ornitorrinco, que existen, pero son raros.
Quien sepa defender la república de ciudadanos iguales tendrá el apoyo significativo de los españolitos. La identidad como carta de naturaleza de derechos o privilegios ya no convence más que a los privilegiados por el cuento: es la resaca por el derrape del procés, que es justo lo que trataba de evitar Urkullu con su mediación. ¡Si no, de qué!