El alud publicitario que ha rodeado este año el ya muy conocido Black Friday (viernes negro) entre nosotros despierta todos los recelos del mundo. La primera pregunta que uno se hace es si estamos ante una tomadura de pelo, y la respuesta tiene que ser afirmativa. Al menos, en parte.
Se trata de una costumbre exportada desde Estados Unidos con la que el comercio norteamericano trataba de activar --y lo consiguió-- las ventas del viernes tonto que sigue a su jueves festivo de Acción de Gracias. No tiene más de 50 años.
El empuje que recibe estos últimos tiempos es paralelo al ímpetu del comercio electrónico que lidera la multinacional norteamericana Amazon, capaz de monopolizar el verdadero negocio del futuro --la logística--, tal como ha hecho la también norteamericana Google con los buscadores en internet.
La esencia del viernes negro es adelantar las ventas de la campaña navideña en la certeza de que el gasto es mucho más elástico que la necesidad de adquirir un producto concreto, y de que un buen estímulo puede obrar milagros. Los datos respaldan ese razonamiento, como se ve claramente en las cifras de ventas de coches, por ejemplo, que los meses con más festivos son inferiores a los otros, como si la obligación o el mero deseo de cambiar de vehículo tuviera algo que ver con el día de la semana.
La economía crece en una carrera consumista eterna que, como demuestra la historia, permite que la riqueza se reparta mejor
Y la base de todo el tinglado consiste en aumentar el gasto para obtener más beneficio, para hacer que las empresas engorden. En consecuencia, la economía crece en una carrera consumista eterna que, como demuestra la historia, permite que, aunque parezca lo contrario, la riqueza se reparta mejor entre los ciudadanos.
La otra cara de la moneda es el agotamiento de los recursos naturales y la destrucción del medio ambiente que supone esa especie de rueda de hamster inacabable. No hay otra salida si no se cambia de modelo. Pero cambiarlo supone eliminar los puestos de trabajo que genera la industria de esos objetos obsolescentes --programados o no-- que nos acompañan y nos hacen la vida más agradable.