El diputado Gabriel Rufián es la expresión básica y a veces gráfica del discurso de ERC. Nadie lo sintetiza mejor. Las elecciones convocadas por el 155 son ilegítimas, dice. Cuando Mariano Rajoy le pregunta por qué su partido participa en la convocatoria del 21D, no tiene respuesta. No es fácil defenderse de esta contradicción, por eso, la mayoría de concurrentes optaron hace días simplemente cabalgar en ella para concentrarse en intentar ganarlas.
La lógica hace tiempo que huyó de Cataluña, por si acaso había cosas inexplicables que debían pasar por normales. De recuperar la lógica, nos permitiría deducir que de unas elecciones ilegítimas nacería un Parlament ilegitimo y, de esta cámara ilegitima, un presidente de la Generalitat igual de ilegitimo. Un peligro para los propios impulsores de la deslegitimación.
¿Cuándo y cómo se convierten en legítimas unas elecciones ilegítimas? En realidad, nunca, aunque en política no existe el nunca jamás, por eso la respuesta es mucho más sencilla y pragmática: en el preciso instante de ganarlas los que las descalifican. ¿Y si no se materializa esta hipótesis? El ganador y el nuevo gobierno deberían ser calificados de ilegítimos, lacayos del imperialismo español, ya no habría presidente sino virrey, y Carles Puigdemont se autoproclamaría el nuevo Tarradellas, sin viñedos ni archivo, y sobre todo, sin razón. Difícil de sostener.
La nueva estrella republicana, Marta Rovira, ensayó por unos días una explicación creativa. Las elecciones ilegitimas debían servir para restablecer el Gobierno legítimo, injustamente cesado, tal vez no en el sentido literal, tan solo honoríficamente y con sede en Bruselas, mientras un Ejecutivo real trabajaría en Barcelona. El intento no tuvo recorrido, el primero en desconfiar de tal maniobra fue Puigdemont, quien decidió presentarse personalmente para intentar recuperar su despacho, pretendido formalmente por Junqueras y directamente por la mismísima Rovira.
¿Cuándo y cómo se convierten en legítimas unas elecciones ilegítimas? En el preciso instante de ganarlas los que las descalifican
El argumento del perfeccionamiento de la legitimidad en función del resultado es tan infantil, tan endeble, incluso inconveniente, que precisa de otro algo más sofisticado por si fuera el caso de que las urnas no permitieran un nuevo Gobierno independentista. Así llegamos a la creación de dudas sobre las garantías electorales. Desde 1980, las elecciones autonómicas se han venido organizando con la misma ley electoral española, vigente en Cataluña por la incapacidad de los sucesivos parlamentos para elaborar una normativa catalana. Sin embargo, las reglas de juego de siempre, en esta ocasión han sido rebautizadas como las de “ellos”, los de Madrid, por supuesto.
La intencionalidad de la sugerencia es perversa: qué no serán capaces de hacer los promotores del 155 para evitar una victoria electoral de los “buenos”. Todo, claro. Si a pesar de este “todo” inconcreto pero imaginable de maldades, resulta que la suma de las tres candidaturas independentistas supera la mayoría absoluta, perfecto: una gran victoria a pesar de las malas artes del Estado. Si la suerte no les acompaña, el runrún de las manos negras sonará por algún tiempo, para retomar la idea de la falta de legitimidad de la nueva mayoría.
Las elecciones del 21D son excepcionales, por haber sido convocadas con el 155 en vigor y por estar huidos o en prisión preventiva algunos de sus candidatos, la libertad de los cuales es inexcusable y urgente, también la de los que no se presentan. Sin embargo, es muy difícil negar que vayan a celebrarse con idénticas garantías de transparencia democrática a las aplicadas en las de 2015, por ejemplo. Demostrarlo a priori es un imposible.
Es una frivolidad muy poco democrática seguir empujando las sospechas de una presunta ilegitimidad y de la predisposición de las fuerzas del mal a condicionar su desarrollo. Y más cuando los candidatos encarcelados están dispuestos a asumir la legalidad de aplicación del 155 (se supone que también la de sus consecuencias, comenzando por el avance electoral) para poder participar en la campaña. Un reconocimiento causa de anatema para el resto de mortales, especialmente para los que se llaman Iceta.