El País nunca ha sido un diario socialista. La definición que mejor le encaja la dio hace años Antonio Garrigues Walker en una reunión de la sección española de la Trilateral: “Este diario es europeísta y fondomonetarista”. En las últimas primarias del PSOE, su portada lanzó "El PSOE se asoma al abismo", y editorializó entre “un pasado dominado por las divisiones internas” (Pedro Sánchez, claro) y un futuro fundamentado en “la reconstrucción" (Susana Díaz). Después, tuvo que tragarse la victoria de Sánchez y llegó el precipicio comercial de 2017, el año de la mayor caída de ventas.
El diario que fundó Jesús Polanco no es de izquierdas, pero sí es seguido por las amplias bases socialistas, gracias a su libro de estilo, el logro de Álex Grijelmo, nuestro hombre en la RAE. Ahora, sus lectores han dicho basta y la esperanza en un futuro mejor se ha desvanecido incluso para su edición digital, que al decir de Juan Luis Cebrián estaba llamada a ser el negocio gracias al gran invento del iPad. Lo dijo, pero no lo cumplió. Antes de dejar la presidencia de Prisa y refugiarse en la fundación que domina la línea editorial del periódico, vivió los sinsabores de la última revolución tecnológica. Él se imaginaba a cientos, a miles de ejecutivos consultando el diario en fin de semana con su iPad bajo los picos de Guadarrama y a otros patricios de la economía remontando Cerler o Candanchú con sus pantallas en las colas del telesilla. Se lo imaginaba, pero no es así. ¿Y cómo es? Pues los equipados alpinistas y los patrones de yate en camiseta imperio de marca están colgados en los accesos automáticos de la prensa digital pura, (este mismo diario, Crónica Global, sirve de ejemplo), un modelo de negocio que encaja mejor con los tiempos y que combate mejor que el papel la batalla contra las fake news de las redes sociales.
Reaccionó tarde. Cebrián encajó en el modelo de editor-ideólogo a lo Indro Montanelli salvando los entornos. Aunque es bien cierto que Montanelli (impulsor de Il Giornale, fundador de La Voce y columnista eterno del Corriere della Sera) se curó en salud ante los negocios del papel, mientras que Cebrián aprovechó el traspaso de su patrón, Polanco, para encaramarse, en el nuevo accionariado hasta convertirse en representante de un fondo de inversión desnaturalizado que ha amputado Prisa por sus sellos editoriales para convertirla en material de derribo. Él había sido el inductor del periodismo aristotélico y factual en un castellano que prescinde de galanteos y busca la verdad del sustantivo. Pero se deslizó por el forro, como una suerte de capitán araña que te embauca y te abandona.
Cuando apareció la revolución digital, Prisa era una mastodonte, pero dotado de los mejores anticuerpos para afrontar la era del pensamiento líquido y la exposición volátil en tiempo real. Pero, ante los cambios, Cebrián se quedó quieto como los burócratas utópicos del año 82 “que temían perder el gentío sin ganar a cambio la burguesía”, en palabras del último Paco Umbral.
Sus dolores de cabeza provienen del ancien règime. Se siente atrapado por la nostalgia de Felipe y Guerra en la Bodeguilla, durante los años de bonanza en los que el presidente de Gobierno disponía de una cantidad de 300.000 pesetas diarias para gastos sin justificar. El dinero estaba en una pequeña caja fuerte en la sala del Consejo de Ministros y “todas las noches se reponía lo que se había gastado durante el día”, escribe Aznar con la pluma vitriólica de sus memorias-munición. Y el falso santurrón añade que “él terminó con esa práctica” a partir de su desembarco, en 1996. Cuando el mundo se puso patas arriba a causa de los fondos reservados y el GAL, Piluca Navarro, exsecretaria de Felipe González, declaró en sede judicial que ella había llegado a depositar 28 millones de pesetas en la caja secreta de Moncloa, cuenta Anasagasti en su Jarrones Chinos.
El gran relevo en Moncloa se cumplió casi dos décadas más tarde de la publicación de La Rusa, primera novela del periodista que se atrevió con una peripecia de la pasión entrelazada con el thriller. Cebrián confesó entonces sentirse a medio camino entre Albert Camus, Max Frisch y Graham Greene. Ya lo ven. Nunca le han dolido prendas a la hora de condecorarse, por más que su prosa sea la de un racionalista lúcido. Después de la primera novela, vinieron otras, todas entretenidas (El pianista en el burdel o La agonía del dragón y un buen número de ensayos mucho mejores).
Cebrián da un paso al costado, y no es para mostrar la fiereza de su perfil sefardí. Quiso ser y fue el árbitro y el tirano veleidoso de la “opinión pública y de la publicada”, como solía decir en otro tiempo. Su Waterloo no ha sido cruento; ¿volverá a la ficción o no se ha movido de ella?
Hace días, en el Foro de la Nueva Comunicación, Cebrián analizó el futuro dela prensa escrita, un sector industrial asentado en un “modelo de negocio caduco” (que conste que lo dice el primer operador). Tras exponer que los periódicos quizá puedan sobrevivir diez años, reconoció que el continuo descenso de la circulación de ejemplares y de la facturación publicitaria está generando "una pérdida masiva de empleo" sin que ningún Gobierno haya hecho nada. Pero por Dios, ¿qué se les ha perdido a los gobiernos en este entierro? ¿Nos lo va a contar un elefante del pasado?
Que lejos estamos del entusiasmo que provoca el periodismo romántico de viaje corto, pegada rauda y copa de media noche en un garito fronterizo ¿Dónde queda el sueño mal dormido de la vigilia que precede a una noticia de portada? Él no se acuerda; son demasiados años de despacho en la zona noble de Gran Vía. Cuando hace el recuento revive la OPA de Sogecable que ha acabado costándole la vida a Prisa. Revela su opción por el 100% acompañado de Telefónica y de la envolvente que le hicieron Villalonga primero y César Alierta mas tarde, hasta dejarlo solo con un pasivo apalancado (5.000 millones de entonces), una mochila de la que nunca más se ha librado Prisa. Ya entonces, después de acusar a los sepulcros blanqueados de la oligarquía aznarista, puso en marcha la venta a trozos de Prisa, empezando por sus sellos editoriales, como Alfaguara, y otros que han influido en generaciones enteras o que sirvieron de pausa solemne para que los intelectuales orgánicos de la Transición expusieran su suprema elegancia. Así lo hizo en Taurus el exjesuita y consorte de la Casa de Alba, Jesús Aguirre.
Cebrián y Polanco convirtieron a Prisa en el grupo de comunicación más influyente de España, blanco de los ataques de la derecha canija que dejó de serlo detrás de Aznar. Un día que el periodista-Ceo madrugaba café y tostadas frente al horizonte marino se preguntó: “¿Qué ha pasado?” ¿Por qué la gente ya no nos compra? Nada, simplemente “lo maté porque era mío”, se respondió por lo bajini el gran misántropo del papel escrito sin advertir que hace mucho que no pinta nada como no sea de referencia (muy bien remunerada) de una deuda inasumible.
Cebrián da un paso al costado, y no es para mostrar la fiereza de su perfil sefardí. Quiso ser y fue el árbitro y el tirano veleidoso de la “opinión pública y de la publicada”, como solía decir en otro tiempo. Su Waterloo no ha sido cruento; ¿volverá a la ficción o no se ha movido de ella?