Entre los tradicionales agentes de la política, la revolución tecnológica ha colado a uno nuevo, un actor que aún disponiendo de escasos medios puede provocar efectos de alcance global. No me refiero al "lobo solitario" del terrorismo que al volante de una furgoneta a toda velocidad causa un trauma eterno en las familias de las víctimas que se lleva por delante, pero extraordinariamente efímero en el conjunto de la sociedad que detesta y a la que quiere dañar --como se ha demostrado en los atropellos de Barcelona o Londres, olvidados con la extrema rapidez que imponen nuevos atentados y matanzas indiscriminadas en otras ciudades, sea por los mismos sea por otros motivos--. No es el lobo solitario ese nuevo agente político capaz de tumbar instituciones y hacer tambalear el equilibrio de los Estados, sino el filtrador.

Cuando el control de la difusión de la información, o de la formación de la opinión, que funcionaba mejor o peor hasta el final del siglo XX, ha estallado en mil pedazos, cuando cualquier empleado resentido --o cualquier subalterno indignado por el proceder indigno de su superior jerárquico-- que hace sólo unos años se hubiera visto reducido a la impotencia y a la pasividad hoy puede, accediendo a las redes sociales o a la dirección on line para denuncias que facilitan la policía y algunos medios de comunicación, denunciar los delitos o las ocultaciones, todo es potencialmente público y la salvaguarda de los secretos inconfesables prácticamente una quimera anacrónica. Los casos Wikileaks, Snowden, Bahamas, Paradise y tantos otros están dibujando los primeros pasos de un paradigma que se convertirá en breve en un aluvión de denuncias y revelaciones; y comentando el último, el caso Paradise, algunos analistas advierten incluso que el futuro de los paraísos fiscales está en entredicho.

Es muy dañina para la sociedad la falta de información, pero también lo es el exceso de información, que lleva a la desinformación, porque ya no hay criterio ni rigor

De los paraísos fiscales no hay nada que decir, sino que existen porque los Estados quieren que existan, y que tienen millones de usuarios, pero eso ya lo sabíamos todos, pues si no los tuvieran no existirían. Lo extraño es que sus usuarios no se hayan dado todavía por aludidos de los nuevos aires que corren, acaso engañados por un sentimiento de impunidad que no contaba con la figura del mayordomo desleal. El recurso a sofisticados procedimientos de ocultación de bienes está viendo desbordados todos sus cortafuegos por la revolución de la tecnología. Un oscuro empleado anónimo con un escáner puede darle un disgusto casi a cualquiera, casi hasta a la reina de Inglaterra (salvo por el detalle de que a lo mejor el paraíso fiscal de turno pertenece a la Corona británica). Esto complace sin duda al ciudadano anhelante de probidad, igualdad ante la ley y justicia.

Pero teniendo en cuenta que, aunque no se sabe cuántos de los nombres en las listas de Paradise han realmente infringido las leyes fiscales de sus respectivas haciendas públicas, a todos los cubre ya la sombra de la duda y la pena de telediario, es oportuno el recuerdo de Tocqueville cuando decía que hay dos cosas que dañan a la república, que son la ausencia de libertad y el exceso de libertad. Se puede decir algo parecido a propósito de la información: es muy dañina para la sociedad la falta de información, desde luego, pero también lo es el exceso de información, que lleva a la desinformación, porque ya no hay criterio ni rigor. Cosa que llevamos algún tiempo constatando, no ha sido preciso llegar al asunto Paradise Papers.