Después del jueves negro en el que Carles Puigdemont pudo convocar las elecciones y no lo hizo, el Parlament aprobó el viernes 27 de octubre la declaración unilateral de independencia (DUI). Hubo euforia forzada en la Cámara --las caras de Puigdemont y Oriol Junqueras lo decían todo-- y una discreta celebración nocturna en la plaza de Sant Jaume. Esa misma tarde, el Senado aprobó la aplicación del artículo 155 de la Constitución que intervino la autonomía de Cataluña. El sábado y el domingo, el Govern desapareció, salvo un mensaje grabado por Puigdemont en Girona y difundido mientras el ya expresidente comía en un restaurante. La bandera española seguía ondeando en la Generalitat y de la República no había ni rastro.
El lunes, la calma se tornó esperpento cuando se supo que Puigdemont y un grupo de consellers habían huido a Bruselas, donde el martes comparecieron en rueda de prensa. Pero, al margen de las bravatas habituales contra el Estado español, que no aportaron más que mayor desprestigio internacional a la causa soberanista, la aplicación del 155 se cumplía sin problema alguno. El independentismo estaba perplejo y desconcertado y empezaba a preparar, dividido, las elecciones del 21 de diciembre. Algunos de los popes más relevantes del secesionismo tuitero habían enmudecido de repente.
Y en eso llegó el jueves la juez Carmen Lamela para tomar declaración a los miembros del Govern destituido que no estaban en Bélgica y envió a prisión sin fianza al exvicepresidente Junqueras, a los consellers Joaquim Forn, Jordi Turull, Raül Romeva, Josep Rull y Carles Mundó y a las conselleres Meritxell Borràs y Dolors Bassa. En cuanto se conoció la noticia, volvieron las concentraciones de miles de personas ante el Parlament en Barcelona y en muchas otras ciudades y pueblos de Cataluña, se escuchó de nuevo el ruido de las caceroladas, regresó la agitación y el clima insurreccional, con cortes de carreteras y de vías férreas y convocatorias de huelgas, y el independentismo superó la perplejidad. el desconcierto y la división y empezó a lanzar llamamientos a la unidad.
La jueza Lamela, consciente o inconscientemente, lo que ha hecho con su auto de prisión es trabajar, sin pretenderlo, a favor del independentismo, que vuelve a tener un motivo por el que luchar, y quizá arruinar el efecto terapéutico que tenían las elecciones del 21D
Ante este relato, los que acusan a la justicia de estar al servicio del Gobierno y del PP deberían replantearse sus lugares comunes. La jueza Lamela, consciente o inconscientemente, lo que ha hecho con su auto de prisión es trabajar, sin pretenderlo, a favor del independentismo, que vuelve a tener un motivo por el que luchar, y quizá arruinar el efecto terapéutico que tenían las elecciones del 21D.
La decisión de Lamela es tanto más grave cuanto que uno de los delitos de que se acusa a los exmiembros del Govern, el de rebelión, está cuestionado por numerosas voces del mundo del derecho, ya que no se aprecia el carácter de levantamiento violento y multitudinario que se requiere. Incluso el redactor del artículo para el Código Penal, el exdiputado socialista Diego López Garrido, no cree que se pueda aplicar en este caso.
El propio auto de la juez destaca el carácter provisional de la acusación, como también ha hecho el fiscal general del Estado. El auto describe detalladamente las violaciones reiteradas de la ley por el Govern y la “estrategia de todo el movimiento secesionista, perfectamente organizada”, para alcanzar la independencia, pero es dudoso que eso se pueda calificar de rebelión, aunque los otros dos delitos, sedición (15 años de pena) y malversación (8 años), de que se acusa a los querellados son también muy graves.
En contra de las repetidas denuncias de que en España no existe la separación de poderes, lo que es falso, la actuación de la juez confirma una vez más que los caminos y los tiempos de la justicia y de la política casi nunca coinciden. La decisión de la magistrada puede estar jurídicamente justificada, pero la necesidad y la oportunidad de la prisión provisional de dirigentes políticos, a menos de dos meses de unas elecciones, es muy discutible, y de hecho en otras ocasiones se han aplazado procedimientos por este motivo.
Lo mejor que podría ocurrir sería que el Supremo, que parece que se inclina más por el delito de conspiración para la rebelión, se quedara con toda la causa. Pero eso, si ocurre, se producirá desgraciadamente cuando todo el mal ya esté hecho
Por eso es censurable el papel del fiscal general del Estado, José Manuel Maza, que podía haber evitado la petición de prisión, y más cuando el mismo día el Tribunal Supremo decidió aplazar las declaraciones de la presidenta del Parlament y de los miembros de la Mesa de la Cámara atendiendo la queja de los abogados de que sus defendidos no habían tenido tiempo material para preparar la defensa, debido a la rapidez inusitada de la justicia en este caso. No es de recibo la explicación de Lamela de que las peticiones de los abogados en igual sentido le llegaron cuando ya habían terminado las declaraciones. La falta de respeto de los plazos puede, además, volverse contra la instrucción y comportar al final una condena en el Tribunal de Derechos Humanos de Estrasburgo, de lo que hay al menos un precedente.
Lo mejor que podría ocurrir sería que el Supremo, que parece que se inclina más por el delito de conspiración para la rebelión (8 años en lugar de 25), se quedara con toda la causa. Pero eso, si ocurre, se producirá desgraciadamente cuando todo el mal ya esté hecho, cuando el incendio político sea inextinguible y cuando las elecciones del 21D no sirvan para lo que habían sido convocadas.