Independentistas contra constitucionalistas. En la brecha que los separa, trabaja a fondo Ada Colau, tratando de imponer a sus comuns como bisagra salvadora de un país dualizado, roto civilmente y agotado tras muchos años de presión soberanista. El desliz bruselense de Puigdemont y la celda de Junqueras permiten a los identitarios --pelmazos vocacionales-- dar rienda suelta a su heroísmo de prêt-à-porter, como lo ha definido el profesor Pere Vilanova. Por esta vía nos llevan al fondo del túnel populista, salida natural. La identidad y la denuncia social son vasos comunicantes: cuando uno baja el otro sube, y lo hacen sobre un target sociológico similar.
La identidad desprende un insoportable tufo racial; el populismo, por su parte, está inmerso en soluciones utópicas hoy insostenibles. Para no caer ni en uno ni en otro, Herbert Marcuse, el sabio desaparecido del campus de California, propuso hacer de la política algo interesante: “Hay que erotizar la política”, escribió en su libelo El hombre unidimensional. Esta erótica llama ahora a Colau, aunque ella trata de mantener a su ciudad dentro del puritanismo hegemónico de la nación, hoy, levantisca y débil, ayer, displicente y sabia. Su errática política municipal le permite lanzar edictos en vez de trabajar la herencia que le dejaron Maragall, Clos, Hereu y Xavi Trias. Solo debía dejar fluir los acontecimientos de sus mayores para que la llevaran, como hacían los antiguos, a la Academia, la Arcadia y el Parnaso. Lo tenía todo hecho y lo ha dilapidado en un ir y venir al encuentro de socios que, para hacer frente al Estado, están dispuestos a cuartear la tierra y el corazón de millones de conciudadanos. Lo primero que debe aprender un político es a no molestar a su pueblo. Colau no lo ha entendido, por eso da bola al soberanismo, una fantasía extemporánea, un pathos colectivo que arremolina mayorías.
La ciudad de la industria y los servicios no se siente cómoda a golpe de ideólogo feroz. Pero a nuestra alcaldesa le va más el debate constitucional que las estrategias urbanísticas. Para apartarse de la política-sentimiento en aras de la política razón, Ada ha viajado hacia un tipo de virilidad basado en la exclusión de lo personal, lo sexual y lo femenino. No se ha sabido sacar de encima el polvo de la barricada. Y se ha vuelto a equivocar porque el espacio público solo se regenera democratizando los sentimientos de sus moradores. No sabe que el independentismo nos afea; nos convierte en grey aleccionada y dócil.
El primer mensaje de Pablo Iglesias en precampaña sitúa a sus aliados catalanes, Colau y Doménech, en la tercera vía frente al contexto de polarización para desenquistar el conflicto mediante un referéndum pactado. Y más de los mismo por parte del politólogo de salón, dulce melena e hirsuta pelambrera sotabarba. Colau se le aproxima y dice estar por “la única solución posible" tras el 21D. Abraza el tripartito imposible entre comuns, ERC y PSC. Solo se olvida de que el debate identitario se comerá una vez más las aspiraciones de levantar un país más cohesionado. En todo caso, si a la salida del procés, la política nos enchufa un tripartito, el cansancio se hará crónico. Volveremos a la bilateralidad con España y no habrá quien afronte una reforma constitucional con el mínimo rigor.
En la otra dirección y sobre la misma bisagra, Colau podría dar un volantazo en dirección a C's, PSC y PP. Esto sería más imposible todavía. La experiencia nos sitúa un antecedente clarificador en Euskadi, en el acuerdo de 2001 entre Mayor Oreja y Nicolás Redondo Terreros, con Fernando Savater (con el espíritu del Basta ya a cuestas) oficiando de sumo sacerdote. Las crónicas rememoran con profusión el abrazo entre Oreja y Nicolás junior --entonces le llamaban Menor Oreja-- en el Kursaal de San Sebastián, con Maite Pagazaurtundúa y José María Calleja de maestros de ceremonias. Y pocos días más tarde, el PNV de Ibarretxe los fulminó con un frente nacionalista en el que estaban también EA y EB. Las miasmas de la historia desvelan, a cada paso, que nada es irrealizable pero que no debemos dejarnos impresionar por las propuestas excepcionalmente si estas recalan al fin en la morgue de los planes residuales.
La Colau tripartita es un relato fallido que no está destinada a convertirse en material objetivable. Después del 155, toca no dejar de pensar en la reforma constitucional ahora que se abre una ventana para visitar el mismo retoque, aunque con distinto enfoque
La Colau tripartita es un relato fallido que no está destinada a convertirse en material objetivable. Después del 155, toca no dejar de pensar en la reforma constitucional ahora que se abre una ventana para visitar el mismo retoque, aunque con distinto enfoque. El cambio constitucional que se abortó en el Estatut sería posible con el concurso de todos. Su antecedente histórico, hay que situarlo en la Llei de Contractes de Conreu, que defendió el letrado Amadeu Hurtado en las Cortes republicanas y que desembocó en las movilizaciones rabasaires de abril de 1934. La lucha anti-latifundista de la rabassa morta, preparó socialmente la declaración de Companys en el balcón del Palau, en octubre del mismo año. Ahora, la reforma de la Carta Magna del 78 (sin violencia) será más dura en el terreno legal, porque modificar el statu quo de la Transición es casi imposible “si no lo quieren tres cuartas partes de la población” como solía decir Artur Mas, mintiendo olímpicamente en los prolegómenos del procés.
Si Colau sale por el lado identitario, con ella caerá una generación entera. Los jóvenes corifeos del procés ofrendan ante el exilio-instagram (al decir de Sergi Pàmies) de Puigdemont y Toni Comín. La Audiencia Nacional o un tribunal belga verán con claridad en algún momento que la rebelión del fiscal Maza es una exageración de bulto. No hay violencia sin bis corporis (contra personas), dicen los juristas; la querella no contiene los elementos que sostienen sus argumentos. Sea como sea, los dirigentes del procés llevan años vulnerando leyes y la gracia que reciban de Colau no procede en un momento en que el país necesita recuperar el tiempo perdido en el procés. A pocos metros de una nueva recesión económica, no hay espacio para la abominable izquierda rendida.