La revolución de las flores muere en su regazo: Cataluña será violenta o no será. Purpurada por la universidad de la calle y lejos del cardenal que sentenció aquel "Cataluña será cristiana o no será", Anna Gabriel, portavoz de CUP en el Parlament, afirma que la última fase de la independencia será un camino de espinas. Encima. Y parece que su eco llegó el jueves 12 de octubre a la Castellana henchida de hispanidad, donde la ministra de la Guerra, María Dolores de Cospedal, dijo creer, solo creer, que el ejército no tendrá que intervenir en Cataluña, en defensa de la unidad de España. Anna con flequillo y Dolores con peineta; muchacha de camiseta y señora de empeine alto; una en la barricada y la otra en el tendido; ambas de perfil: la ministra cabreando por bocazas a la sala de banderas y Anna superando, desde el tresillo, al mismísimo y republicano Rufián, un Tommaso Campanella, experto en las artes mágicas y contrario a la propiedad.
Para hacerse fuerte en la DUI, la CUP envió el viernes a Puigdemont una carta exigiendo la proclamación de la república para conseguir el reconocimiento internacional. Detrás estaba Anna nadando a contracorriente, frente al empujo de Tusk y del mismísimo Juncker, enrabietados ambos contra el argumento catalán, cuyo éxito incendiaría a la Padania del ultraderechista Maroni. A los indepes les apoya la purria de Europa: el UKIP, el polaco embravecido, el húngaro resentido o el padano contrario al Stato ladro de Roma.
Quieren convertirnos en sujeto político. Ellos sabrán por qué, pero sus cartas están muy lejos de la sociabilidad leteraria que estos días nos ha recordado Juan Marsé en Verano del 59, a propósito de su amigo desaparecido Gil de Biedma. Marsé pone a caer de un burro a la dupla Puigdemont-Junqueras y les trata como a dos líderes cansados de hacer el ridículo que alimentan de posverdades a una Force de Frappe intelectualmente frágil y estéticamente errática.
Los cupaires hablan de la Acracia pero están muy lejos del ingenio que hace prosperar en buena compañía. Se refugian en tesis anarquizantes, como la Internacional Letrista, pero se comportan como bolcheviques dogmáticos de un mundo extinguido detrás de las ruinas del Telón de Acero. Cuando se despiertan cada mañana no hay ningún dinosaurio de Augusto Monterroso sentado a los pies de su cama.
El día que regresen a la barricada los dilectos seguidores de Gabriel Pomerand e Isidore Isou les correrán a gorrazos salvo si los de aquí atienden las razones que desconocen, como la poesía musical o la escritura pictórica. Todo vale para salvar la dignidad de la estética izquierdista cuando detrás de ella late el tradicionalismo ultramontano de Zumalacárregui. Cuando reviva, que lo hará, la memoria de Wolman, Debord o Brau y el vivir del arte se convierta en arte de vivir, estos chicos de la CUP capotarán sus estandartes antes de rendirse ante el atajo del mal.
A los indepes les apoya la purria de Europa: el UKIP, el polaco embravecido, el húngaro resentido o el padano contrario al Stato ladro de Roma
Para atraer la atención de la progresía desafecta tienen un discurso basado en el independentismo internacionalista de los pueblos, no de los territorios, como ha pregonado Anna Gabriel. Pero semejante engendro melindroso se deshace en los brazos del Masai Mara catalán (la confluencia del Bages, con el Lluçanès y La Plana de Vic, pongamos por caso), cuando en sus mítines aparecen de visita los abertzales de Amaiur. He aquí el internacionalismo sin fronteras o la bonhomía de unas gentes que, para entenderse, necesitan una patria por la que luchar. Que, por cierto, ha de ser en su versión porque, si alguno de los defensores del Estado de derecho que rige en España se les pone delante, le llaman represor, amigo de los antidisturbios, sombra amable de lo que fueron la Savak del Sha de Persia o la policía política de Salazar, en Portugal.
La España que volea estandartes en Castellana frente a los Regulares y los Tercios africanos se siente atraída, con la curiosidad de un entomólogo --no con la agresividad de un guerrero--, por el frentismo cupaire y republicano de lágrima fácil (a eso se refería Marsé). Por su parte, los bancos y las empresas que configuran nuestro mercado nos han puesto a todos delante de un espejo. Echemos una ojeada a la desertización industrial del Quebec; prestemos atención al síndrome de Montreal. No hay tanques ni bazucas a la vista. No juguemos más con las cosas de comer.