"No tinc por". No tengo miedo. La frase se ha convertido en el eslogan de respuesta a los atentados terroristas de Barcelona y Cambrils. Las tres palabras, con toda su carga de voluntarismo escénico, pretenden representar un ejercicio de superación del impacto emocional, de reafirmación de nuestros propios valores frente a la violencia impuesta, de arrogancia impostada ante la provocación. El miedo, sin embargo, está ahí. Un miedo de muchos perfiles. Nadie puede evitar el miedo conservador, físico a la muerte que pasa por tu lado, cerca de ti, con todo el componente azaroso que angustia. ¡Pude estar yo entre los muertos! ¿Puede repetirse? ¿Dónde puedo estar seguro? ¿Qué hacer ante el irracionalismo terrorista? Pero, personalmente lo que más me preocupa es la gestión de los miedos políticos.

Fue el el historiador francés Jean Delumeau (Taurus, 1989) el que mejor demostró la trascendencia histórica del miedo (para él superior incluso a la lucha de clases) y los peligros de la instrumentalización política e ideológica del mismo. Tengo muy presente en mi memoria el atentado del 11 de marzo de 2004 en los trenes de Atocha con nada menos que 193 personas muertas (de ellas 141 españoles) que al presidente del Gobierno de entonces, el señor Aznar, a tres días de las elecciones generales le generó un miedo atroz a perder las mismas. La sombra de la culpa de la guerra de Irak hábilmente instrumentalizada por la oposición socialista le hizo aferrarse a la interpretación de que se trataba de ETA, y en buena parte, su torpeza y rigidez le acabarían haciendo perder las elecciones del 14 de marzo con una victoria socialista que abrió el tiempo político de Zapatero. El miedo a perder acabó hundiendo en ese momento al Partido Popular.

Nadie desde el mismo momento del atentado ha dejado de pensar en los usos políticos del mismo

Ahora estamos ante un nuevo escenario político. Nadie desde el mismo momento del atentado ha dejado de pensar en los usos políticos del mismo. El 1 de octubre está anunciado el referéndum en Cataluña sobre la independencia. Vivimos tiempos políticos muy inquietantes por la incertidumbre acerca del futuro en la dialéctica Cataluña-España. Los atentados del 17 de agosto, con sus 16 muertos, están generando miedos políticos de mayor envergadura que los miedos físicos que antes comentábamos.

Desde el nacionalismo catalán, emana el miedo a perder la imagen de autosuficiencia política construida durante tanto tiempo y que fundamenta el narcicismo independentista. Ese miedo se ha proyectado hacia intentar, a toda costa, dar la imagen de los Mossos d'Esquadra como policía perfecta impecable e implacable, que permita sacar pecho, para proclamar que Cataluña se basta y se sobra para combatir el terrorismo y que reúne todos los requisitos para constituirse en Estado. Tras tanta exhibición arrogante subyace el miedo del propio Puigdemont a que se frustre la gran coartada que le da vida: el sueño de la independencia, especialmente ante la propia desconfianza que le suscita su aliado el cóncavo Junqueras, el miedo a reconocer los riesgos de la soledad frente al terrorismo, a tener que cuestionar tanto discurso almibarado y buenista sobre la feliz multiculturalidad, a superar el desconcierto de que jóvenes procedentes de la emigración marroquí, integrados en la acogedora sociedad catalana (incluso hablando catalán), puedan ser capaces de responder con actos terroristas a un sistema supuestamente idílico.

Desde la orilla ideológica de los intereses del Estado, tampoco falta el miedo. El miedo a desaprovechar una ocasión extraordinaria para capitalizar las ventajas de la unidad de las fuerzas políticas de todo el Estado, el temor al monopolio emocional de las víctimas por los poderes políticos catalanes, a sufrir la grosería despectiva del mundo irresponsable cupaire, a la ausencia de interlocutores de la burguesía catalana que hace tiempo parece haberse suicidado...

El futuro político lo ganará quien sepa gestionar mejor sus propios miedos, administrar mejor las ansiedades y no caer en la guerra de lodo y de barro que tanto morbo suscita

Tras los miedos, la explotación de la culpa. Siempre del otro. El baile de culpas con las hipótesis contrafactuales. De un lado: ¡si nosotros hubiéramos tenido plena independencia...! Del otro: ¡Si a nosotros nos hubieran dejado participar y decidir...! Insisto, el miedo puede hacer estragos con su reparto de culpas. El morbo mediático colabora muy poco ciertamente en la conquista de la sensatez. A mi juicio, éste debería ser el momento de la necesidad de la autocontención imaginativa respecto a lo que podría haberse hecho o no y de controlar la ansiedad respecto a la rentabilidad política de lo ocurrido. Nada más torpe que enfrentar en el tiempo en que vivimos las policías del Estado y las autonómicas con acusaciones mutuas. La tentación de la deriva racista de los atentados parece superada. Lo está demostrando la sociedad catalana ahora como lo demostró toda España con sus casi 200 muertos hace 13 años. Si algo revelan los atentados es que ningún ciudadano español está exento de la amenaza terrorista, que la capacidad de integración social de los musulmanes inmigrados no garantiza ningún privilegio respecto al posible sufrimiento y que la mejor manera de combatir el terrorismo hoy por hoy es la acción policial coordinada y eficaz, y la peor manera el debate sobre las culpas.

La izquierda acostumbra a explicar el terrorismo islamista con un discurso geopolítico y económico de largo alcance (petróleo, venta de armas, negocios inconfesables...) que poco ha contribuido a la solución del problema más allá de los sueños estériles de primaveras árabes diluidas en el más absoluto fracaso. La derecha ha incidido a la hora de explicar este terrorismo en la confrontación cultural entre el islam y el cristianismo, con el choque inevitable de civilizaciones. El zapaterismo fracasó también, como es bien sabido, en buscar almohadillas que permitieran ensordecer el ruido de ese choque. Me temo que, aquí y ahora, la solución de las causas del terrorismo islamista está lejana. La alternativa más accesible pasa por la superación de prejuicios ideológicos e identitarios y la conjunción de todos en una misma voluntad conjunta: la de luchar contra la amenaza terrorista con medios y recursos plenamente compartidos, con la conciencia de estar ante un enemigo común que sabe explotar cualquier signo de debilidad y nada sensible a estrategias de seducción buenista. El futuro político lo ganará quien sepa gestionar mejor sus propios miedos, administrar mejor las ansiedades y no caer en la guerra de lodo y de barro que tanto morbo suscita.