Los atentados de Barcelona y Cambrils son la variante posmoderna de los crímenes nihilistas que Dostoievski situó en el corazón de algunas de sus grandes novelas, las mejores que existen para entender las sombras últimas del alma humana. Al contrario que cualquier suicida atormentado, que se da muerte a sí mismo en solitario, ejerciendo un último acto de voluntad, los yihadistas casi adolescentes que han aterrorizado estos días a Cataluña eligieron matar de forma comunal, indiscriminada, azarosa y banal. Con la misma normalidad que hacemos un chiste. La trivialidad ante el dolor ajeno es uno de los múltiples rostros del espanto. Y probablemente sea además el factor diferencial que convierte en pavorosa esta desgracia colectiva en la que, como era de esperar, la manipulación política hizo acto de presencia desde el primer momento, dando mucha más relevancia pública a los atributos del patético orgullo patriótico de los nacionalistas que al dolor infinito de las víctimas.
El triunfalismo soberanista sobraba. Especialmente cuando Las Ramblas todavía estaban cubiertas de muertos. Por otra parte, sentir miedo no es una debilidad. Más bien nos parece la prueba irrefutable de que todavía le tenemos respeto a la vida. Tanto la propia como la ajena. Los únicos que no sienten pánico son los asesinos, ciegos enamorados de sí mismos, pequeños narcisos de sangre. Tras las lágrimas, los abrazos y el correspondiente duelo emerge la misma pregunta de siempre: ¿Por qué? ¿Cómo es posible que unos chicos de Ripoll se hayan convertido en verdugos de sus semejantes? Písarev, teórico del nihilismo ruso, dejó dicho que los mayores fanáticos de la historia son los niños y los jóvenes porque son los únicos que creen en su inmortalidad. Los demás sabemos que nuestras horas están contadas.
La historia del imán malévolo y convincente es muy novelesca pero tiene un problema: descarga de su responsabilidad a los asesinos
No es sencillo dar con las causas reales del crimen más allá de las apariencias, que son otra forma de distracción. No hay una única explicación que lo abarque todo. De ahí la angustia. La historia del imán malévolo y convincente, igual que el personaje del astrólogo creado por Roberto Arlt en Los siete locos y Los lanzallamas, es muy novelesca pero tiene un problema: descarga de su responsabilidad a los asesinos, supuestamente engañados por un fanático, víctimas hipotéticas de una lectura perversa de la religión. Por extensión conduce a un callejón sin salida: como algunos criminales han muerto, parece que se ha hecho justicia a la manera bíblica; igualando los ojos de unos con los dientes de otros. No es así. Ni de lejos.
Los libros sagrados tienen poco que ver con el drama. Los asesinos nihilistas no creen absolutamente en nada, salvo en sí mismos. Aunque se justifiquen con invocaciones retóricas en favor de Allah, son narcisistas patológicos, no sacrificados gudaris. Al primero que han asesinado --en su interior-- es a su propio dios, al que suplantan cuando proclaman ser sus únicos representantes en la Tierra y se arrogan el poder de decretar la muerte de los herejes. Pretenden así adelantar el juicio universal, aterrorizando a quienes ejercen la libertad de elegir su religión, su identidad y su destino. Que no muestren ni la más mínima humanidad no es extraño. Para ellos la muerte de los demás es abstracta. Sólo rinden obediencia a los espejos.
Sus crímenes son una extraña forma de culto a la vanidad. Camus escribe en El hombre rebelde: “La mayoría de las religiones toman su forma en un crimen. Todas, o casi todas, han sido homicidas”. Los yihadistas invocan a un dios que, igual que ellos, mata sin piedad. Presentan su guerra como una forma extrema de purificación, a la manera de los crueles sacrificios de sangre de las primitivas tribus semíticas. Pero su delirio no tiene nada que ver con la fe. Responde a instintos vulgares, primarios: el deseo de someter al semejante, la imposición de dogmas particulares, la pretensión de eternidad que implica el dominio sobre los demás, la instauración de la teocracia y, en definitiva, el regreso a la Edad Media.