En el paseo de Gràcia muda la piel de la ciudad. Mucho antes del cierre de Vinçon (diseño y cultura de los Amat), en 2015, la orilla izquierda mirando al mar, la del antiguo cine Savoy convertido en la Fundación Suñol --un espejismo fino del arte contemporáneo-- había dado paso a la hegemonía comercial de la ribera derecha: la acera de Santa Eulàlia, del pasaje Concepció, de Marta Ortega (la hija de Amancio), de Loewe o Rabat, hasta desembocar río abajo en el Boulevard Rosa. El Boulevard sí, un embudo de destellos hecho de cristal refractante; un metaespacio abigarrado, fundado con éxito por Enric Vives Valls y gestionado con menos garbo por sus hijos María y Quique Vives Ybern.
La Barcelona de los pasajes, émulo parisino de los escaparates y el gusto por la vague de Walter Benjamin, ha desaparecido. Fue sepultada por el vigor de un mercantilismo ciego que acabaría bombardeando la nostalgia durante la crisis financiera de 2008 y a lo largo de su década perdida. Una inmensa ola de impotencia y rencor se ha llevado por delante al badoc, el paseante ensimismado, cima estética de la urbe compacta. La figura del badoc ha sido sustituida por el turista, la especie mutante que bloquea los pasos de cebra y que estos días profiere en marabunta el dolor insonoro del luto, tras el atentado criminal de las Ramblas.
El espíritu disperso del que observa escaparates se modifica en pragmático ojeador de precios y ventajas cuando está dentro del Boulevard. No entras a mirar, entras a comprar y quizá por eso, el lujo, una perversión de los sentidos, ha decaído como se ha visto con el cierre de Mary’s Market (creado por los Vives hijos en el interior del Boulevard Rosa), uno de los establecimientos gourmet que no reabrirán las puertas después de las vacaciones. El lujo no entiende de cajones acharolados ni de pasadizos largos. Hoy es un negocio estancado.
El fin de Mary’s Market se une a la crisis de otros productos gourmet en la capital catalana. La caída de las ventas provocó el concurso de Semon, situado frente al ábside circular de Sant Gregori Taumaturg, así como el adelgazamiento de Quílez, cuyo accionista, el grupo Lafuente, ha reducido su espacio en Rambla Catalunya. Ambos casos han sido recordados con delicadeza por Cristina Farrés en las páginas de Crónica Global.
Cuando en 2010, los hermanos Vives Ybern heredaron el Boulevard Rosa decidieron ampliar el modelo de negocio en les Glòries, frente a la Torre Agbar, allí donde Rius i Taulet señaló el centro equidistante de la futura Barcelona abierta al mar. Los Vives tuvieron su momento expansivo en el negocio de las bodegas y lo hicieron en el Priorat compitiendo con otros diversificados, como los Esteve (química), Rodés (publicidad) o García-Nieto (banca). Coincidieron con el momento inversor en viña de algunos empresarios de las generaciones que reclamaban protagonismo, como Suqué Mateu (Casa Gran del Siurana incluida en el condominio de Peralada) o Sergi Ferrer-Salat. Vives Valls había seguido los pasos de Xavier Mestres (Terrasses del Montsant) y empezó con su sello Trossos del Priorat, cosechado en Gratallops. A la hora del relevo, los Vives Ybern celebraron su estreno lanzando al mercado 5.000 botellas de Lo Món, un caldo de garnacha, cabernet, cariñena y syrah, limado con más empuje que reflexión.
En el Boulevard de los sueños rotos habita hoy la desesperanza. Mientras el comercio ronda el extrarradio y las grandes superficies urbanas, la ciudad como espacio natural está siendo devastada por hordas innumerables
La época de los grandes números, en la que los emprendedores del Boulevard se proyectaron en el retail a través de una importadora de regalos, iba languideciendo. Del tiempo natural --el que se tarda en recorrer varias manzanas-- se pasó al tiempo real, la inmediatez adolescente y vodafónica, que ha acabado con la reflexión entre paseante y dependiente. La decadencia de la botiga es un salto al vacío similar al que dio al final del siglo XVIII la pérdida de confianza entre el noble y su peluquero. Es cierto que las peluquerías se levantaron de nuevo con la irrupción de la postmodernidad, pero nunca han vuelto a ser academias del buen gusto, auxiliadoras de misántropos.
La ciudad grisácea de Carmen Laforet y Ana María Matute se había marchado lentamente como los silloncitos del Salón Rosa y las galería perladas del barroco catalán (modernismo), solo separadas de la calle por altos ventanales acristalados. En el paseo de Gràcia, nadie aceptaría la mutación de aquel salón de té (junto al cine Publi, la sala del Nodo en blanco y negro) en Boulevard. El Rosa de caballeros con bigote y damas enjaezadas a gusto del visitante, dio paso al Boulevard con un salto de décadas en el tiempo. Del comercio del gesto y la mirada se pasó al de la bisutería y la moda. En el momento del Cinzano y la ventana del taxi a media asta, adquirieron nitidez los artesonados y los dragones de barandas y capiteles. Irrumpieron las hornacinas con estatuas de mujeres pegadas a las fachadas neogóticas. Llevaban mucho tiempo sin moverse de allí, pero habían llegado a ser invisibles bajo el peso del smog.
En el Boulevard de los sueños rotos habita hoy la desesperanza. Mientras el comercio ronda el extrarradio y las grandes superficies urbanas, la ciudad como espacio natural está siendo devastada por hordas innumerables. Contemplamos la conquista desde las terrazas, en la sobrecubierta de los hoteles con encanto, el último refugio.