Si hace un par de años una sola universidad española merecía los honores de aparecer entre los 100 mejores centros del mundo, según el Shanghai Academic Ranking, y en 2016 nos teníamos que conformar con tener una universidad entre las 200 mejores, el último listado hecho público hace pocos días certifica que ninguna universidad española aparece siquiera entre esas 200 y hay que bajar hasta las 300 mejores para encontrar a la Pompeu Fabra, a la Universidad de Barcelona y a la Universidad de Granada. Una vez más, Murphy tenía razón y cualquier situación, por mala que sea, es susceptible de empeorar.
Pero no solo Shanghai y Quacquarelli Symonds convienen en señalar las deficiencias de la universidad española, sino que en Europa, la Liga Europea de Universidades de Investigación (LERU, por sus siglas en inglés), dependiente de la Comisión Europea, tampoco incluye a ningún campus español entre los 100 primeros con mayor impacto investigador, y ello, sin duda, tiene sus repercusiones en la economía española.
Ninguna universidad española está entre las las 200 mejores del mundo
La reacción de indiferencia de los partidos políticos y de los medios de comunicación españoles sobre la calidad de la enseñanza, en todos sus niveles, guarda relación con el hecho de que desde que el 15 de junio de 1977 se celebraran las primeras elecciones desde la Guerra Civil hasta ahora, no ha sido posible que los dos grandes partidos políticos consensúen una legislación en materia educativa, lo que ha dado rienda suelta a un furor legislativo que se ha traducido en cerca de una docena de normas con rango de Ley.
Aunque los rankings miden diferentes parámetros como la producción científica, la calidad educativa, la endogamia, la financiación, los premios Nobel, la internacionalización de profesores y alumnos, el número y la calidad de las publicaciones y las revistas en las que se publican o la capacidad de transferencia de conocimiento a la sociedad, las reacciones en el seno de la universidad, pese a la gravedad de los resultados, no muestran, en general, un elevado grado de preocupación, aunque siempre hay alguno que propugna un cambio profundo del sistema, indispensable para variar el modelo productivo del país.
Quien firma este artículo y como si se tratara de un ritual de periodicidad anual, viene publicando desde hace varios años un artículo en el que trata de concienciar, con escasa fortuna, la gangrena que invade al Sistema Universitario Español (SUE) y, de paso, a la I+D que debería ser una de las estrellas del citado sistema.
Hoy como ayer y como hace tres años, seguimos diciendo que una de las más importantes reformas que quedan pendientes de abordar en España es la universitaria y que no toda esa reforma depende solo de una mayor dotación económica, ciertamente reducida tras los recortes de los últimos años.
Una de las más importantes reformas que quedan pendientes de abordar en España es la universitaria, y no toda depende solo de una mayor dotación económica
Aunque pueda parecer una provocación, sostengo que, dejando al margen al actual ministro de Educación, Cultura y Deporte y portavoz del Gobierno de España (demasiado arroz ara un pollo), el diletante Wert, ministro de la cosa con anterioridad, fue el único que hizo un gesto por buscar soluciones al crear una Comisión de Expertos para la Reforma Universitaria. El dictamen final, que le fue entregado al ministro en febrero de 2013, señalaba que "el sistema universitario español requiere de una profunda reforma para cumplir adecuadamente con las dos tareas del sistema: la formación de la juventud y la generación de nuevas ideas y conocimiento". Difícil decir más en tan corto espacio, aunque no dejaba escapar la ocasión de concluir que la primera condición para mejorar la calidad del sistema universitario era reconocer que era muy insuficiente y que la falta de de excelencia era incontrovertible.
Tales afirmaciones fueron firmadas --con dos votos particulares-- por relevantes miembros de la comunidad universitaria como Miras-Portugal, Alzaga, Azcárraga, Barberá, Campmany, Chulía, Garicano, Goñi, Puyol, Rodríguez Inciarte y Urrea, lo que pone de manifiesto la ingente tarea que demanda el SUE para adecuarlo al siglo XXI y para que Shanghai trate mejor a la universidad española.
Wert terminó como terminó su etapa de ministro --en Paris--, no sin antes escenificar una aparatosa ruptura con la Conferencia de Rectores de España (CRUE), órgano que representa a los dirigentes de todas las universidades del país, y cuyos miembros son, en buena parte, los responsables directos de la situación del citado SUE.
La escenificación de la confrontación tuvo lugar en sede parlamentaria y en ella Wert llamaba mentirosos --"afirmaciones manifiestamente inciertas" y "juicios de valor infundados"-- a los dirigentes de las 50 universidades públicas y 25 privadas del país que días antes habían exigido colectivamente al ministro que revocara medidas como el aumento de tasas o el endurecimiento de los requisitos para acceder a una beca.
El ministro no desperdiciaba la ocasión parlamentaria para dejar claro que "en lo único en lo que estoy de acuerdo con los rectores es en su reivindicación de una modernización del sistema universitario", a la vez que desmentía o matizaba, punto por punto y con datos y cifras, las acusaciones de los 75 rectores.
Hoy, la situación de la universidad española es tan insostenible como la del ejército en la época de Azaña, y no solo desde el punto de vista financiero, sino del de la operatividad y la competitividad
Algún relevante intelectual buscaba hace años un cierto paralelismo entre la necesaria reforma del SUE con la que tuvo que llevar a cabo Azaña para conseguir un ejército más moderno y eficaz y terminar con una situación imposible: el ejército español tenía 800 generales --le habría bastado con 80-- tenía más comandantes y capitanes que sargentos y sumaba 21.000 jefes y oficiales para 118.000 hombres. El decreto de retiros extraordinarios en el que se ofrecía a los oficiales del ejército que así lo solicitaran la posibilidad de apartarse voluntariamente del servicio activo con la totalidad del sueldo permitió que casi 9.000 mandos (entre ellos 84 generales) se acogieran a la medida, aproximadamente un 40% de la oficialidad (el mayor porcentaje de abandonos se produjo en los grados superiores), y gracias a esto Azaña pudo acometer a continuación la reorganización del ejército.
Hoy, la situación de la universidad española es tan insostenible como la del ejército en la época de Azaña y no solo desde el punto de vista financiero, sino del de la operatividad y la competitividad. Ya no es cuestión de si una o ninguna universidad española se encuentra en los ranking de Shanghai-ARWU o TIMES o de si la universidad española no resiste una comparación seria con las de su entorno, tal y como se encarga de dejar de manifiesto el Lisbon Council --que destaca que nuestro país ocupa el último lugar en un ranking sobre la calidad de los sistemas educativos superiores en 15 países de Europa más Estados Unidos y Australia--. De lo que se trata es que de todo ello tendrán algo que decir los 75 rectores españoles, cuando hoy hay que enfrentarse a un mundo globalizado en el que la calidad del capital humano es el principal y más determinante factor del éxito económico de un país. Sin embargo, los máximo dirigentes de las universidades españolas prefieren poner el acento en aspectos laborales y en la "igualdad de oportunidades" para los estudiantes, y entre sus preocupaciones no suelen aparecer términos como calidad, excelencia o rendimiento académico.
Los expertos, nacionales y extranjeros, tiene estudiados y detectados los problemas del SUE, aunque en ello los rectores no se suelen detener, quizá porque resultan poco explicables las razones por las que las universidades españolas se han limitado a reproducirse miméticamente, lo que ha provocado distorsiones, duplicidades y dispersión, algo que hace muy difícil la excelencia. Y en este sentido, el fomento de la excelencia puede ser determinante para romper la visión burocrática de lo académico mediante la oferta, entre otras cosas, de retribuciones más atractivas para los profesionales competitivos.
Cambiar el modelo no será posible hasta que no se modifique la normativa y el nuevo marco se base en una amplia representación de personas independientes y ajenas a la comunidad universitaria
Para ello, la gobernanza es una pieza clave, aunque cambiar el modelo no será posible hasta que no se modifique la normativa y el nuevo marco se base en una amplia representación de personas independientes y ajenas a la comunidad universitaria; en una autonomía que permita a la universidad gestionar lo académico sin intromisiones, pero proporcionando una cuenta de resultados bajo supervisión; así como en la libertad de selección de profesores y estudiantes con un reto irrenunciable: la internacionalización, ya que es imprescindible atraer talento internacional y contar con los mejores académicos e investigadores del mundo, algo que no es posible si no se cuenta con la regulación, la financiación y la gobernanza adecuadas.
A partir de ahí, los problemas están más que detectados y lo único que hace falta es voluntad política para cambiar el estado en que está sumida la universidad española. Todo ello partiendo de la base de que ni hay demasiadas universidades, ni hay demasiados universitarios, ya que España sigue siendo uno de los países donde hay un mayor número de habitantes por universidad y donde el porcentaje de cualificación de la población es aún inferior a los países del entorno.
Partiendo de esa premisa, la sociedad tiene que tener claro en qué invierte la universidad sus recursos y ésta debe justificar la financiación pública que reciben poniendo de manifiesto los resultados que producen en términos medibles, como la actividad docente e investigadora, la actividad de transferencia o la innovación. Y eso pasa por algo tan determinante como que la financiación de la universidad pública deba llevarse a cabo con una mayor participación del usuario, garantizando siempre la igualdad de oportunidades y preservando la equidad y el acceso de personas con recursos limitados.
La financiación de la universidad pública debe llevarse a cabo con una mayor participación del usuario, garantizando siempre la igualdad de oportunidades y preservando la equidad y el acceso de personas con recursos limitados
De nada de eso suelen hablar los rectores, más centrados en cuestiones de orden laboral. No en vano, hasta la disminución por las medidas de ajuste de los últimos años, el número de profesores y de personal administrativo venía experimentando durante años un aumento sostenido, mientras que el número de estudiantes se mantenía más o menos estable. Así, si el personal docente e investigador (PDI) de las universidades públicas rondaba las 90.000 personas hace diez años, en el curso 2011-2012 eran ya casi 104.000. Mientras, el personal de administración y servicios (PAS) pasaba de poco más de 47.000 en el curso 2004-2005 hasta más de 54.000 siete años después.
El resultado de todo ello es una falta de equilibrio que lo único que permite es detectar una carencia de gestión clamorosa que queda reflejado en la ratio del número de alumnos por profesor y que oscila desde los 5,36 de la Pompeu Fabra, los 2,17 de la Universidad Internacional de Andalucía o los 3,12 de la Universidad San Jorge de Aragón, a los 18,3 de la Universidad de Barcelona o los 26,38 de la UNED.
¡Con estos bueyes hay que arar!