España es un país absurdo. Su vida pública lleva décadas condicionada por una estéril guerra de identidades colectivas. Y, sin embargo, ni se respeta la libre voluntad de los individuos ni los servicios públicos funcionan como debieran. Nuestra democracia es una mezcla entre el formalismo parlamentario y los bizantinos debates de siempre: política y fútbol, en lugar de conspiración partidaria y toros, los entretenimientos cotidianos de aquellas lejanas —o no tanto— élites decimonónicas que podríamos agrupar bajo la etiqueta del Homo Hispanicus. No son muy diferentes a las actuales. De hecho, vivimos sin saberlo en una nueva Restauración —de Cánovas a Sagasta y viceversa—, con dos reyes —emérito y titular— para una misma corona y los nacionalismos de siempre encerrados en su eterno bucle tribal.
Como ya no quedan colonias en ultramar, nos destruimos de forma pacífica: por extenuación. A la brasa del soberanismo se suma la crisis económica, la corrupción sistémica y el abandono, como en el infierno de Dante, de cualquier esperanza de convertirnos —si es que culturalmente lo hemos sido alguna vez— en europeos civilizados. Las autoridades continentales vigilan nuestra Hacienda, vacía tras el rescate bancario y la multiplicación de los minifundios territoriales, pero nos dejan seguir jugando a las banderías. El PSOE del militante Sánchez habla de “plurinacionalidad”. Los socialistas indígenas del Sur gritan su federalismo como un cañón que disparase artillería. Ninguno sabe exactamente de lo que habla. España es plural desde hace siglos —es nuestra anomalía política— y el federalismo de verdad sólo es posible entre Estados existentes. No es nuestro caso: aquí nos basta con las patrias de ficción.
Usamos las lenguas para separar en lugar de para unir(nos). Tenemos un sistema parlamentario secuestrado por partidos parroquiales y una Administración tan infinita como ineficaz. La concordia de la Santa Transición se ha ido por el desagüe. El egoísmo manda; el absurdo rige nuestra existencia. Tenemos más pobres, menos ricos —ambas cosas son malas—, un ejército de funcionarios que consume la mayor parte del dinero de los impuestos y una oligarquía completamente sorda ante el ruido de la calle. Las pensiones son puro humo. El trabajo se ha convertido en un fantasma. Cuesta ser optimista. El difuso nuevo marco institucional de los políticos —más autonomía, la famosa reforma del Senado, ese cementerio de elefantes; y la homilía de una igualdad que no vemos en ningún sitio— da prioridad a los chantajes identitarios sobre las urgencias reales de la sociedad. Es impopular, pero uno se pregunta para qué diablos necesitamos dotar de rango institucional —y presupuestos— a las taifas autonómicas. La identidad debería ser una utopía privada, no un delirio colectivo.
Vivimos sin saberlo en una nueva Restauración —de Cánovas a Sagasta y viceversa—, con dos reyes —emérito y titular— para una misma corona y los nacionalismos de siempre encerrados en su eterno bucle tribal
Así es en otros países. España, en esto, es un verso suelto que está sacrificando sus recursos y su tiempo —el valor más preciado— a un juego de banderas que llama identidad a lo que sólo es un robo sistemático. En un país que políticamente nunca ha funcionado, salvo mediante la mecánica de los caudillajes, no fue buena idea multiplicar los cabildos territoriales. Aunque entonces lo pareciera. Seguimos anclados en el viejo conflicto interior. Mientras unos se preguntan qué es España, otros proyectan repúblicas sin viabilidad jurídica y social. Hasta la composición de las Cortes —bicameral— data de 1834. El Senado no sirve para nada. La representación territorial es una quimera cuando vives en una partitocracia absoluta.
Las tensiones políticas entre centralismo y periferia son hechos naturales. Lo anómalo es no darles nunca una solución definitiva. En España jamás hemos querido hacerlo. Tiende a olvidarse, pero el actual Estado de las Autonomías no fue acotado por la Constitución, que dejó abierta esta cuestión al establecer sólo dos vías legales que, con el paso de los años, han sido superadas por las componendas de los próceres políticos. La descentralización institucional nunca ha sido horizontal, sino vertical. El conflicto entre soberanismo y constitucionalismo es la lucha entre el totalitarismo y la libertad. De su desenlace —dicen— saldrá una nueva España. Nada nos garantiza que vaya a ser menos mala que la actual.
El día que dejemos de soñar con patrias imaginarias quizás podamos considerarnos un país normal, liberado de las malditas identidades inútiles que reivindican quienes viven de las banderas. España no necesita ni un arcoíris plurinacional, ni el federalismo asimétrico, ni el centralismo ignorante. Requiere un proyecto común donde lo obvio —las diferencias— no anule lo necesario: la solución de los problemas reales. Mientras no pongamos punto final a este circo venenoso continuaremos encerrados bajo el humo espeso de un casino de pueblo y seguiremos viviendo como los desgraciados personajes de las novelas de Galdós.