“El presidente o presidenta (…) también tiene la representación ordinaria del Estado en Cataluña”, artículo 67.1 del Estatuto de Autonomía (EAC), en relación con el artículo 152.1 de la Constitución Española (CE). Esta alta función constitucional es distinta y superior a la del delegado del Gobierno central en Cataluña, cargo ejercido actualmente por Enric Millo i Rocher, que representa simplemente al Gobierno y dirige la Administración periférica del Estado.
Puesto que el Estado español se organiza territorialmente en Comunidades Autónomas (CCAA), además de en municipios y provincias (artículo 137 CE), aquellas son plenamente Estado y tiene un sentido de integración y de corresponsabilidad que el presidente o presidenta de la comunidad sea el representante ordinario del Estado en el territorio de la comunidad. La representación conlleva una serie de obligaciones para con el Estado y para con los ciudadanos de la comunidad, tanto de orden material como moral.
En el orden material, el presidente de la Generalitat promulga, en nombre del Rey —que ha sido pitado ante la presencia impasible del presidente—, las leyes, los decretos ley y los decretos legislativos, entre otras prerrogativas. Por coherencia constitucional los presidentes de las CCAA, que pueden discrepar legítimamente del Gobierno central de turno, deben respetar y hacer respetar las políticas de Estado y la imagen del Estado —en el fondo, la imagen de ellos mismos— en el ámbito de la comunidad, pero también en otros ámbitos y en el exterior de España. En el orden moral, la lealtad a la Constitución, de la que derivan el Estatuto y la existencia de la Generalitat actual como institución, es una obligación ineludible.
Todo el proceso hacia la independencia, impulsado primero por Mas y ahora por Puigdemont, ha sido llevado a cabo “a traición”, alevosamente faltando a la lealtad o confianza, con engaño o cautela
Todo eso se lo salta a la torera con suma desfachatez Carles Puigdemont, siguiendo los pasos de su predecesor Artur Mas. Denigra al Estado dentro y fuera de Cataluña, desobedece de palabra y obra a las instituciones del Estado, en particular al Tribunal Constitucional, anuncia un referéndum, que dice que se celebrará “sí o sí”, anticonstitucional, antiestatutario y bochornosamente antidemocrático, y la mayor: pretende la desintegración del Estado mediante la independencia de Cataluña, el único objetivo de su nefasta presidencia.
La calificación de esa conducta no es otra que la de traición al Estado que representa, y traición, según la definición del Diccionario de la Real Academia Española, es el quebrantamiento de “la fidelidad o lealtad que se debe guardar o tener”. Todo el proceso hacia la independencia, impulsado primero por Mas y ahora por Puigdemont, ha sido llevado a cabo “a traición”, alevosamente faltando a la lealtad o confianza, con engaño o cautela. Esta calificación no es un insulto, sino la constatación de unos hechos innegables y el juicio moral que merecen.
Puigdemont debería dimitir por su traición a la función que representa. Al contrario, en su provocación al Estado dice que no dimitirá aunque lo inhabilite el Tribunal Constitucional, porque —afirma en una entrevista publicada en el periódico francés Le Figaro del 23 de julio—: “Solo el Parlament me puede suspender”. De nuevo se equivoca por ignorancia o engaña por hábito. El presidente de la Generalitat cesa (automáticamente) “por condena penal firme que comporte la inhabilitación para el ejercicio de cargos públicos”, artículo 67.7 in fine del EAC.
La prudencia de las instituciones del Estado y la garantía de las leyes españolas, ambas seguridades también denigradas por Puigdemont, no han traducido hasta ahora su conducta en delito, pero a no tardar el Estado, en defensa del interés general y del de la mayoría de los catalanes en particular, se verá obligado a intervenir contra quien con su contumacia desestabilizadora se ha erigido en el mayor burlador de la democracia española, haciendo, además, gala de ello.