Las vacaciones judiciales nos están privando del desenlace policial del conflicto del arte sacro del monasterio de Sijena, exhibido en el museo de Lleida y retenido por el Departamento de Cultura de la Generalitat alegando un criterio técnico, la unidad de la colección y una suposición denigrante: el peligro que supondría para estas piezas regresar a su lugar de origen, en el que no se podrá garantizar la correcta conservación de las obras, según los expertos del departamento.

La unidad de colección es simplemente un invento. La auténtica unidad de la colección se logrará cuando todas las piezas de Sijena estén en Sijena, a menos que el museo de Lleida pretenda concentrar en sus salas todo el románico del mundo para mantener dicha unidad. El argumento de la desconfianza en la capacidad de las autoridades de Aragón para mantener en condiciones apropiadas sus tesoros artísticos es de mayor relevancia política. Negativa. El mensaje está claro: solo los ricos pueden salvar el arte de los pobres, sean estos aragoneses o egipcios; los países potentes se sacrifican por mantener viva la herencia de otros pueblos y no obtienen nada a cambio, tan solo la incomprensión y la persecución judicial por querer retener lo que no es suyo.

El Gobierno de la Generalitat vive muy pendiente de la historia, incluso se diría que vive inmerso en un proceso constante de creación histórica, aunque de resultados inciertos. Si no fuera porque su deriva a la desobediencia a la justicia española se ha convertido en táctica (histórica, por supuesto), nos podría sorprender que con esta absurda resistencia a devolver a Sijena lo que es de Sijena esté enmendando la historia ejemplar de los salvadores de aquellas obras en circunstancias bélicas.

Los estrategas del movimiento independentista argumentarán que con todas estas buenas gentes de los pueblos de España no hay nada que hacer, están demasiado entregados a las ventajas y la comodidad del Estado de las Autonomías, urdido a última hora por el franquismo mediante una hábil jugada de Adolfo Suárez, bendecida por españoles (y catalanes) en un referéndum

La secuencia correcta habría sido: salvamos las obras, las restauramos, las exhibimos provisionalmente, las devolvemos cuando sus propietarios (agradecidos) nos las reclamen y, si hay acuerdo, mantenemos una presencia de dicho arte sacro en los museos catalanes, en virtud de la buena fe de los protectores o del gasto ocasionado por la conservación. Esto debería ser mucho más fácil siendo aragoneses y catalanes antiguos socios de la corona-condado, protagonistas de la epopeya medieval mediterránea, víctimas todos de la opresión de Castilla. Pues no, todo lo contrario.

La habilidad del Gobierno Puigdemont y sus socios de la CUP para buscar complicidades entre el resto de las comunidades para la batalla planteada contra el Estado se está demostrando proverbial. Con andaluces y extremeños, el desdén por creerlos subsidiados con nuestro dinero; con los vascos, la distancia, por pactistas con el PP, por asegurarse siete años de vacas gordas; a Valencia y las Baleares, mensajes de pancatalanismo para que se vayan haciendo una idea de las pretensiones de la nueva república; con los madrileños, ni hablar por acoger al PP en la Moncloa y en la Comunidad sin sublevarse; a los aragoneses se les ofende donde más duele a los pueblos, negándoles capacidad de mantener viva su memoria.

Seguramente, los estrategas del movimiento independentista argumentarán que con todas estas buenas gentes de los pueblos de España no hay nada que hacer, están demasiado entregados a las ventajas y la comodidad del Estado de las Autonomías, urdido a última hora por el franquismo mediante una hábil jugada de Adolfo Suárez, bendecida por españoles (y catalanes) en un referéndum. Bueno, este es un detalle menor. Lo relevante para dichos pensadores es que dadas las prisas de la historia no se puede perder un tiempo precioso buscando consensos complejos con estos ilusos que no se dan cuenta del engaño de la Transición. Ahí se queden, pero los aragoneses sin su arte sacro.