Superadas, al menos en teoría, sus veleidades independentistas que cubrieron de sangre durante décadas buena parte del país, los vascos parecen dispuestos a recuperar el papel protagonista que siempre han tenido en la economía española, anunciando recientemente un Plan de Industrialización que pretende aumentar el peso de su sector industrial, como motor del resto de la economía, mediante una industria más competitiva, más internacionalizada y que genere más empleo de calidad.
El plan, amparado por un ventajoso Concierto Económico propio, que comporta una aportación de fondos de más de 5.000 millones de euros hasta 2020, tiene como objetivo que el sector industrial vasco recupere el 25% del PIB, cota que en algún momento de su historia superó, pero que ha ido perdiendo hasta situarse en el 23,9% actual, muy por encima, en cualquier caso, del 17,8% de la media española.
La medida, que en condiciones normales podría enmarcarse en la lógica política de cualquier gobierno que se precie, cobra un especial significado por cuanto supone marcar distancias con el propio Estado —indolente en esta materia hasta decir basta— y, sobre todo, con Cataluña, el otro motor de la economía española cuya industria ha ido decayendo en las últimas décadas hasta situarse, según algunas fuentes, en algo menos del 19%.
Cataluña ha decidido erigirse en el elemento distorsionador por antonomasia, no solo de España, sino de media Unión Europea y para ello, ha bastando con modificar sus prioridades y convertirse en un polvorín cuya explosión tendrá o tendría consecuencias inimaginables para su economía
El plan vasco se vertebra sobre un imaginario muy de moda que no es otro que el conocido como Industria 4.0, que pretende romper la brecha tecnológica entre las pequeñas empresas y las más avanzadas en ese campo, a lo que hay que añadir otros capítulos como puedan ser los proyectos industriales estratégicos, la tecnología y la innovación, la internacionalización empresarial, la competitividad, la financiación y la formación de los trabajadores.
En el fondo, todo en esta vida es cuestión de prioridades y el Gobierno vasco demuestra un envidiable pragmatismo que busca mejorar la calidad de vida de sus ciudadanos, aunque para ello haya tenido que amansar a la fiera del terrorismo y posponer la Euskadi independiente y la recogida de nueces, lo cual no significa que continúe alimentando contradicciones disparatadas entre las que ocupa un nivel destacado la creación del denominado Basque Culinary Center, creado gracias a una suculenta aportación dineraria del Estado español, lo que no parece que fuera suficiente para que mereciera los honores de su denominación en la universal lengua cervantina, dada la escasa viabilidad de su término en euskera: Euskal Sukaldaritza Zentroa.
Frente a ese posibilismo vascón, Cataluña ha decidido erigirse en el elemento distorsionador por antonomasia, no solo de España, sino de media Unión Europea y para ello, ha bastando con modificar sus prioridades y convertirse en un polvorín cuya explosión tendrá o tendría consecuencias inimaginables para su economía y para los protagonistas de ésta que no dejan de ser sus propios ciudadanos.