Los socialistas andaluces han celebrado este fin de semana su particular cabildo general de toma de horas, que en la terminología cofrade –léase de las hermandades de Semana Santa– establece a qué hora y qué recorrido exacto deben seguir todas las procesiones de penitencia. El símil se antoja exacto: este congreso del PSOE indígena, adelantado en el tiempo tras el estrepitoso fracaso de Susana Díaz en las Primarias, no tenía como objetivo más que volver a escenificar que la organización andaluza, antaño la más poderosa del partido, no ha perdido fortaleza ni tampoco capacidad de influencia. Ambas cosas, sin embargo, son rotundamente falsas. Las derrotas, sobre todo en política, tienen consecuencias.
La Querida Presidenta deseaba transmutar esta cita congresual en un espectáculo de autoafirmación, crear un atrio consagrado al populismo que critica cuando es ajeno
De ahí la decisión de Su Peronísima de precipitar un cónclave absolutamente innecesario para no dar tiempo a los sanchistas a presentar una lista alternativa a la oficial. Tras su coronación fallida, Susana Díaz no sólo ha pasado a ocupar una esquina periférica en el tablero político nacional, sino que se enfrenta a una durmiente oposición interna –formada por militantes de base, los famosos vietcongs– que puede hacer peligrar a medio plazo su omnímodo poder orgánico. Si a esto se le suma la creciente contestación social –las mareas sanitarias, educativas y las plataformas contra el impuesto de herencias y sucesiones– y los diagnósticos que cantan todos los sondeos electorales –razón por la que se mantienen en estricto secreto– podríamos decir que la Reina del Peronismo Rociero© se encuentra atrapada en una envolvente perfecta cuyo motor, irónicamente, sólo ha sido Ella.
Al igual que los romanos, que construían los arcos del triunfo más altos cuanto más incierto era el porvenir del imperio, la Querida Presidenta deseaba transmutar esta cita congresual en un espectáculo de autoafirmación, crear un atrio consagrado al populismo que critica cuando es ajeno pero silencia cuando se trata del propio. Los socialistas andaluces, en el fondo, no son socialdemócratas. Son otra cosa. Europa les queda lejos. Lo suyo es una fórmula política de síntesis –involuntaria, por supuesto– que fusiona la retórica ideológica de los años ochenta, tan añeja ahora, con los usos y, sobre todo, las costumbres de los viejos caciques decimonónicos del Sur. Tras cuatro décadas gobernando de forma ininterrumpida, sin oposición y con diferentes socios puntuales, todos ellos devorados tras la correspondiente coyunda, han terminado convirtiéndose justo en aquello que negaban: una tribu que actúa con las leyes de cualquier mayorazgo y donde el poder es unipersonal y hereditario.
La hipotética asimetría catalana es una incógnita. La andaluza, en cambio, está clara. Y, por desgracia, recuerda demasiado al delirio nacionalista
Su cambio es como el de Lampedusa: un cambio inmóvil. En Andalucía la verdadera estructura de poder no ha mutado. Tampoco sus formas. Todo es una figuración que se apoya en el lenguaje, en ciertas caras nuevas y en la eliminación de cualquier dialéctica sociológica, creando así un gran puchero movido por una sola mano. Este sistema, que presenta claros síntomas de agotamiento a pesar incluso de la histórica irrelevancia del PP regional, practica el paternalismo en las instituciones y el saqueo sistemático del presupuesto autonómico. Todo esto se camufla dando calor de un mito –la Andalucía de 1977, que salió a la calle para “no ser menos que nadie” dentro del modelo autonómico– que no sólo queda muy lejos, sino que es una estafa en términos prácticos. Los susánidas, sin embargo, están obsesionados por reavivar el cuento como solución de urgencia ante su delicada situación. Por eso centran todos sus mensajes en el ignoto federalismo y en el modelo territorial de España, planteado sin asumir los términos establecidos en el último congreso federal.
Quieren que sepamos que no creen –de momento– en la plurinacionalidad y que no aceptarán asimetrías en el caso de que una reforma constitucional sea la salida al conflicto con el soberanismo catalán. Para que este mensaje influya, y para que el tiempo no la alcance, Díaz ambiciona volver a sacar a los ciudadanos a la calle. No lo tiene fácil. Los andaluces sólo se manifiestan por cosas ciertas, concretas y terrestres. Ya no creen en las utopías patrióticas porque conviven a diario con el desengaño. Ella, incapaz de comprenderlo, trata de resucitar un vetusto orgullo tribal que, tras cuatro décadas de autogobierno, y con los mismos problemas estructurales, le dice a los ciudadanos que la culpa de su destino procede de fuera, en vez de venir de dentro. La hipotética asimetría catalana es una incógnita. La andaluza, en cambio, está clara. Y, por desgracia, recuerda demasiado al delirio nacionalista: políticos que sólo gobiernan en su beneficio particular, que responsabilizan a los demás de los fracasos propios y que le dicen a la gente que el paraíso consiste en coger una bandera.