Los ojos de un hombre condensan su pretérito, resumen su presente y, en ocasiones, auguran su porvenir. Será para siempre una incógnita el matiz exacto de la mirada que Miguel Blesa, el bancario que creyó ser banquero, expresidente de Caja Madrid, dirigió el último día de su vida en la Tierra al resto de inquilinos —circunstanciales— de la finca cordobesa de caza donde, según los indicios y la autopsia, se quitó la vida con un escopetazo bronco que destrozó su corazón y sembró de espanto —el material en el que se convierten los sueños fallidos— los informativos del día, que recibían así, a bocajarro, el material negro del último capítulo de su historia pública. A pesar de la vulgaridad del final, al relato de su existencia podemos aplicarle un título a la antigua: Auge y caída de un ejecutivo bancario. Del todo a la nada.

Favorecido por los contactos personales que tanto condicionan nuestra política, Blesa aprendió nada más llegar —Aznar mediante— a la presidencia de la cuarta entidad financiera del país lo que ya decían los clásicos: casi todos los hombres tienen un precio. Sólo hay que averiguar cuánto es y abonarlo, a ser posible con el dinero ajeno. Hay quien lo niega, pero la lógica seca de las voluntades compradas no sólo atrapa al que es comprado. También afecta al comprador, aunque esto sólo se descubra, igual que las profecías, después. Cuando ya es tarde.

Su vida había cambiado: de ser un triunfador, a transformarse en un apestado social al que insultaban por la calle y esperaban un sinfín de causas judiciales

La tradición judeocristiana tiene prohibido hablar mal de los muertos. En el periodismo existe, además, el lugar común de que no es pertinente publicar noticias sobre suicidios bajo el frágil argumento de que su publicidad favorece la emulación. Es evidente que en el caso de Blesa se han hecho sendas excepciones: su muerte ha sido recibida por muchos como una noticia justa —aplicando la cruel ley bíblica del Talión— y ha gozado de un protagonismo que los medios no dedicaron jamás a las tragedias personales de muchos de los afectados por su gestión, entre ellos los miles de jubilados arruinados por la macroestafa de las preferentes.

De todas formas, con Blesa no es necesario hacer juicios de valor: los hechos bastan. Y en absoluto quedan anulados por la muerte del suicida. Fue el primer directivo de una caja de ahorros que entró en prisión por delitos financieros y casos de corrupción. Politizó la gestión de la entidad que presidió entre 1996 y 2010, la condujo al precipicio de una mitológica ruina —que hemos pagado, como siempre, todos los contribuyentes— y vivió una vida regalada de señorito gracias a los fondos de sus impositores y al poder fáctico de la institución cuya dirección se le confió, sin olvidarnos del episodio de las famosas tarjetas black, que puso de manifiesto cuáles eran los prosaicos usos y costumbres de nuestras élites.

Desde entonces, su vida había cambiado: de ser un triunfador, a transformarse en un apestado social al que insultaban por la calle y esperaban un sinfín de causas judiciales. Tenía dinero para pagar todas las fianzas del mundo. Quizás no el carácter suficiente para soportar la destrucción de su identidad oficial. Su suicidio anula sus responsabilidades jurídicas. Mucho más difícil —se diría que imposible— es que diluya la condena moral, dictada ya por una sociedad saqueada por el capitalismo de amiguetes.

Según el día, el expresidente de Caja Madrid podría pasar de soñar con volver a la cima a darse cuenta de que seguía cavando su sima

Dicen algunas crónicas cercanas que no pasaba un mal momento psicológico y tenía la intención de defenderse de las acusaciones. Otras cuentan que era un juguete roto en una jaula de oro: vivía de su pensión —en su caso una magra fortuna que a cualquiera le parecería un tesoro— porque tenía embargadas sus cuentas e intervenido todo su patrimonio. Probablemente ambos relatos sean ciertos: según el día, el expresidente de Caja Madrid podría pasar de soñar con volver a la cima a darse cuenta de que seguía cavando su sima. Es la ambivalencia propia de los que pasan de ser César a nada. La montaña rusa de una vida que, como escribió Nicanor Parra, primero te hace sonreír y después te deja en el suelo sangrando por boca y nariz.

La lúgubre historia de su muerte tiene todos los ingredientes de la España donde todo valía y la piedad no era un valor en alza. Blesa eligió morir matándose. En un coto de caza y con su rifle, el arma con la que se había cobrado grandes piezas en sus celebradas escapadas africanas. Un taurino diría que su suicidio se parece al tiro de gracia que Juan Belmonte se dio en su finca de Gómez Cardeña. La diferencia es que ni Chaves Nogales escribirá sus gestas ni su biografía contiene ningún ingrediente épico. Por eso es tan triste. No sólo por su final, sino porque evidencia que la sociedad española se ha vuelto completamente insensible tanto ante las venecianas desgracias de los de arriba como frente a la tragedia cotidiana de los de abajo.