La remodelación del Govern dictada por Junqueras y ejecutada por Puigdemont, con la aquiescencia de Jordi Pujol y Artur Mas, tiene dos vertientes que merecen destacarse.
La primera es que consuma la hegemonía de ERC en el procés y da el golpe de gracia final al PDeCAT. Es la materialización del fracaso de Mas que inició su viaje a Ítaca como mesías y con un partido mayoritario y que lo termina entregando lo que queda de él a Junqueras, después de ser desplazado a un segundo plano por la CUP. El creciente protagonismo del carlismo en el movimiento secesionista ha comportado que la burguesía productiva, la que vive de los mercados, se desenganche definitivamente de un proyecto político antieuropeo y antiglobalizador. Lo que no decae es el apoyo incondicional de las élites extractivas catalanas que temen perder su modus vivendi: las subvenciones, los empleos en la administración y los contratos públicos. Los aliados de la Cataluña carlista del interior son los depredadores del presupuesto en Barcelona.
La segunda vertiente de la remodelación es que se clarifica la estrategia del secesionismo. Se renuncia a ampliar la base social independentista. Ya no importa porque el 1-O no se va a contar votos, ni los independentistas tienen el menor interés en que así sea. Saben que la participación sería inferior a la del 9N. Lo que se fomenta es la confrontación en la calle y se fía todo a la movilización de los más radicales para forzar algún tipo de negociación que les permita salir del atolladero, si es posible sin perder el poder. Para ello se da un paso que hasta ahora no se había producido: se amaga con utilizar a los Mossos --hasta hoy, estrictos cumplidores de la legalidad-- como la policía secesionista. No tiene otra lectura el relevo de Jané por Forn en Interior y que el nuevo conseller no haya ratificado a Albert Batlle. La cúpula secesionista, la institucional y la de facto, ha decidido cruzar el Rubicón.Y que salga el sol por Antequera y póngase por donde quiera.
La gran incógnita es lo que va a hacer el Gobierno español más allá de repetir que el referéndum no se va a celebrar. ¿Hasta cuándo puede permitirse la inacción ante un Govern declaradamente rebelde?
Frente a esta clarificación de la estrategia secesionista, ¿qué cabe esperar de los partidos catalanes de la oposición y del Gobierno español?
En el caso del PSC y Ciudadanos, pescar en los restos del PDeCAT. El PSC tratará de realzar su catalanismo no independentista y llamará al dialogo y al acuerdo. Ciudadanos buscará el voto del centro derecha, votante de la antigua CDC, mostrando su perfil más liberal y ofreciéndose para vehicular las demandas empresariales en Madrid. Ambos se mostrarán moderados y se distanciarán de la estrategia del Govern pero dejarán la confrontación directa al Gobierno.
Los comunes mantendrán su política de tratar de evitar que sus contradicciones acaben en escisiones, y toda su actuación será defensiva y en clave interna. No cabe esperar cambio alguno en la ambigüedad que vienen manteniendo respecto al 1-O.
La gran incógnita es lo que va a hacer el Gobierno español más allá de repetir que el referéndum no se va a celebrar. ¿Hasta cuándo puede permitirse la inacción ante un Govern declaradamente rebelde? ¿Va a confiar en que los Mossos sigan cumpliendo con sus funciones de policía judicial? ¿Es mejor, o menos malo si quieren, una intervención preventiva, al amparo del mecanismo legal que corresponda, o esperar a reaccionar a la vista de los acontecimientos?
Para tomar sus decisiones, el Gobierno deberá evaluar dos componentes que no siempre caminan en la misma dirección. La preservación de la legalidad y la autoridad del Estado y la minimización de la confrontación social. Con la mejora económica no parece que la sociedad catalana vaya a dar un amplio y sostenido apoyo a una movilización revolucionaria. A pesar de la radicalización política, el ambiente social es de preocupación pero mucho menos crispado que hace un par de años. Todos los equidistantes que conozco, y son muchos, y algunos independentistas sensatos se han distanciado del procés a la vista de la deriva de los últimos meses. Pero movilizar a algunos miles de personas desde el poder es sencillo. Y los riesgos de violencia no se pueden menospreciar. En cualquier caso, difícil encrucijada para Mariano Rajoy. No le envidio por la responsabilidad que tiene encima.